Ocurrió en los 80, cuando dos menores estadounidenses saltaron por la ventana con traje azul y capa roja (Supermán). También a mediados de los 90, cuando un chaval requirió ingreso (con quemaduras de tercer grado) tras ser planchado por una hermana fan del programa infantil Pinnic. Y al parecer la historia se repite estas semanas tras la emisión mundial del omnipresente El juego del calamar, el mejor estreno de la historia de Netflix, que suma ya en tan solo 28 días de proyección una audiencia planetaria, cuerda y sensata, de más de 111 millones de telespectadores.

En la tele, como en la vida, de la anécdota no se puede hacer una realidad. Como tampoco culpamos a toda una sociedad de las actitudes locas y concretas que cometen (en ocasiones y en soledad) ciertos individuos desalmados, tengan como referentes, o no, hechos reales o ficcionados. Por ello es muy injusto afirmar, como recogen estas semanas numerosos medios escritos, que la nueva producción de Netflix ya "invade la vida real... y las escuelas". En el más puro sentido literal de la frase. Porque nadie es ajeno a que la serie coreana lleva días, incluso semanas, como trending topic en conversaciones de calle, de ascensor y de cola de supermercado.

Pero una cosa es eso y otra muy distinta extrapolar locuras muy concretas de ciertos patios de colegio a una generalidad adolescente. Una ida de olla en un centro a una locura colectiva con efecto imitación. Que la alarma haya saltado en ciertos (y contados) edificios educativos cuando los profesores han alertado de que se reproducen escenas de la serie, a que ahora todo el Reino Unido esté reproduciendo la práctica de solo un colegio de Londres. Al parecer, en dicho instituto se ha convocado una competición a través de las redes, en la que "un único ganador se llevará casi 12.000 euros, pero los perdedores recibirán un disparo en la cara con una pistola de aire comprimido, que lanza proyectiles de bolas metálicas, similares a un perdigón". Así lo han recogido al menos varios rotativos de la capital británica.

Eso sí, importa mucho, y cada vez más en este mundo totalmente dominado por el efecto pantalla, que cada espectador tenga presente una visualización crítica de las emisiones audiovisuales. Que degustemos contenidos, pero con la debida distancia, con esa capacidad de asimilar que un vídeo puede ser entretenido, pero también basura de la buena. Que las infidelidades de La última tentación pueden evadirte de la presión laboral un martes, pero sin perder el horizonte de que el amor sano y real no se concentra en una isla paradisíaca. O que nos puede embelesar esa combinación de planos, música y sangre que fusiona Tarantino en sus filmes, pero asumiendo en todo momento que un tiroteo real en un estado sureño de EEUU en el siglo XIX muy poco tenía que ver con las escenas de Django desencadenado. La clave es disfrutar de la ficción con distancia. Y si peinas menos de 16 años, con la compañía siempre de un adulto que te haga comprender, por ejemplo, que Aramís Fuster es una señora muy mamarracha, pero que no tiene de verdadero ni el flequillo colorao que luce.