La advertencia no ha caído en saco roto: “Cuando atravieses ese puente que tantas veces has visto pintado y siempre has preguntado ¿dónde está?, entrarás en un ambiente totalmente distinto al que has dejado atrás. Dudarás si has retrocedido en la Historia o si estás viviendo un cuento de hadas”.
He recordado el consejo al llegar a la altura de uno de los puntos más icónicos de la provincia de Burgos, el puente gótico de Frías, sobre el río Ebro. Su perfecta conservación permite que la mente vuele y se recree principalmente en el enorme papel que esta vía jugó en el pasado.
El detenido recorrido de sus ciento cuarenta y tres metros de longitud por un empedrado suelo da para imaginar los muchos lances que se han vivido en este lugar a lo largo de cientos de años, sobre todo al pie de la puerta torreada que se levanta orgullosa en el centro. Era el punto donde se pagaban los impuestos del transporte de las lanas y cereales que partían de Castilla hacia los puertos del Cantábrico.
Este derecho de portazgo, como se le llamaba y gracias al cual Frías alcanzó una notoria importancia militar, económica y religiosa, era controlado principalmente por la comunidad judía que estuvo asentada en la antigua calle Judería, hoy calle del Convenio, hasta la expulsión promulgada por los Reyes Católicos.
Frías ya existía el año 867 como un poblado que ocupaba el roquedo de La Muela, entre los ríos Ebro y Molinar. Su estratégico asentamiento fue determinante para abrir codicias entre la nobleza, de forma que en el siglo XI pasó a ser propiedad del conde Sancho García, quien, ya entonces, apuntó la necesidad de defender el enclave de los frecuentes ataques que sufría. El rey Alfonso VIII inició la construcción de un castillo prácticamente inaccesible en el punto más alto de la roca.
No se juega con los regalos
El amparo que semejante construcción le daba a una plaza tan pujante fue determinante para que en 1435 el rey Juan II le otorgara a Frías el título de ciudad. Más tarde, cuando los Reyes Católicos buscaban ayuda económica para sufragar los gastos de la aventura hacia occidente, surgió el ofrecimiento económico de la familia de don Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro, a cambio de la propiedad de la ciudad burgalesa y el nuevo título de duque de Frías.
Aceptado el trato, los nuevos dueños de la ciudad tropezaron con un importante escollo: el rechazo de sus habitantes. Los Fernández de Velasco tuvieron que ganarse la plaza a golpe de espada y sometiendo a la población a un asedio que acabó doblegando a los ciudadanos. Parodiando a Unamuno, vencieron, pero no convencieron. O en otras palabras, los nuevos dueños no fueron recibidos con salvas precisamente. En consecuencia, esta dinastía empleó mano dura en el amplísimo territorio que controló en Las Merindades.
Torreznos y txakoli
El recorrido por calles empedradas que lucen nombres tan sugestivos como La Cadena y El Castillo me lleva a conocer establecimientos entrañables en los que se advierten manos artesanas para la realización de trabajos de repostería al mejor estilo medieval. El olorcillo que sale de los obradores y el callejeo me lleva a tomar asiento en la terraza del bar La Roca donde me refugio del sol castellano que hoy cae de plano.
Pido un txakoli de viñas locales y unos torreznos que, por lo que veo, es la especialidad de la casa. Capto de inmediato el comentario general de la clientela: El hecho de que nos encontremos al pie de la torre del homenaje. “Estarán bien sujetos los muros que tenemos encima, ¿no?”, pregunta una señora a sus acompañantes. Como siempre en estos casos suena la guasa oportuna: “Alguna vez sí que ha caído algún bloque de piedra”.
“Nos reímos –dice un cliente a mi lado en voz queda–, pero sí se han dado algunos casos”. Nos saludamos. Desde mi mesa distingo buena parte de la calle Mercado, escenario del comercio callejero semanal cuyos derechos le fueron concedidos a la ciudad por el rey Alfonso VIII en el siglo XIII. No salgo de la Historia. “Es que inevitablemente aquí se vive la Historia sin pretenderlo”, comenta mi vecino cuando hago la observación. Él también tiene pendiente la visita al castillo y el resto de la parte alta, así que repasamos una vez más los apuntes que tenemos sobre el lugar.
Bailar para no olvidar
“La etapa de los Fernández de Velasco significó el declive definitivo de la ciudad, me indica. Los judíos fueron expulsados y las operaciones comerciales que controlaban y caracterizaron al enclave se vinieron abajo. Para colmo, Felipe V trasladó todo el poder de Frías al monasterio de Oña”.
La ciudad no ha perdonado aquel episodio y todos los años, el 24 de junio, sus habitantes celebran la popular Fiesta del Capitán en la que el protagonista recorre las calles blandiendo la bandera al frente de un grupo de danzantes.
“Contra lo que algunos creen, ese capitán no es Cristóbal de Haro ni Hernando de la Torre, otro hijo de Frías también ligado a los viajes de Elcano. En realidad, la fiesta rememora el rechazo de los habitantes a los Fernández de Velasco que sitiaron el pueblo”, apunta mi docto acompañante.
Un castillo de película
La cumbre de La Muela tiene forma de corona con dos extremos formados por el castillo y la iglesia de San Vicente, mientras el resto es ocupado por las murallas y almenas. Llegamos a la cima por calles de singular belleza en las que hace unas décadas se rodó la película El lazarillo de Tormes, basada en la popular obra literaria. Impresionante un conjunto de edificaciones de dos y tres alturas que parece colgado de la roca.
No salimos del asombro al llegar a una de las tres puertas de acceso al castillo, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura medieval militar. No es difícil adivinar qué partes de la fortaleza fueron levantadas en una época u otra. Basta con fijarte en los materiales empleados, desde piedra de toba a sillería. La perfección de las troneras y cañoneras defensivas evidencian los últimos añadidos.
La Torre del Homenaje se encuentra en el punto culminante del edificio. Es posible su ascenso, pero no con cualquier calzado. Hay que hacerlo con seriedad, mucho cuidado y evitando el vértigo. El premio que se obtiene al final son las maravillosas vistas del Valle de Tobalina y de los propios tejados de Frías.
El soberbio patio de armas nos traslada a épocas medievales en las que las diferencias entre caballeros se solucionaban con torneos a caballo y a golpe de lanza y espada. En los muros se abren elegantes ventanales, algunos de los cuales se decoraron con capiteles de estilo románico. ¡Cuántos romances se habrán forjado junto a ellos!
La muralla, que en principio cercaba el castillo, dispone de tres puertas, la de Medina, la de La Cadena y la del Postigo, pero lo que más me llama la atención es la poterna, un pasadizo casi oculto, situado en el ángulo oeste del patio de armas a cierta altura con respecto al exterior, que servía para hacer entradas y salidas furtivas a fin de hostigar al enemigo.
Aperitivos medievales
Una ciudad no se llega a conocer bien si se ignora su gastronomía, sobre todo esos platos que son genuinos representantes de distintas generaciones.
La oferta es amplia en los largos trazados callejeros, por lo que no sorprende a nadie el suave aroma de una tahona o un glorioso anuncio en cerámica cuyo origen se pierde en el tiempo y que reza así: “Repostería típica”.
Con portada en Nueva York
En el otro extremo superior de la cima se encuentra la iglesia de San Vicente, una de las cinco que llegó a tener Frías. El edificio, levantado sobre una base románica, tiene tres naves góticas anteriores a los Reyes Católicos y varias capillas encargadas por los próceres para que al menos sus cuerpos, ya que no podían controlar sus almas, descansaran para siempre en lugar sagrado.
La torre de San Vicente se hundió en 1904, circunstancia que fue aprovechada por algún listillo para comprar su portada románica y llevarla a Estados Unidos, donde hoy se exhibe en el Museo de Claustros de Nueva York.
Todo este complejo, restaurado por el Ayuntamiento, su actual propietario, llena de orgullo a sus trescientos habitantes en invierno y muchos más en verano. Rafael Alberti dejó escrito: “Quisiera quedarme mimbre, en las laderas del Ebro, agua con rumbo a la mar, quisiera, pero no puedo”.