El Mont Ventoux es una criatura inquietante, una montaña trazada por la turbación del desasosiego, un lugar donde sentirse solo incluso acompañado. El hombre en su levedad. Nada pesa en la roca. Todo es insignificante. Los cuerpos atravesados por una montaña extraña, fascinante, hipnótica. El viento sopla para susurrar a los oídos la sensación de aislamiento, de soledad y desamparo. Recuerda la montaña la lápida de Tom Simpson, muerto, desplomado en sus rampas por los excesos del dopaje. “On! On! On!” fue lo último que dijo Simpson. El Ventoux es desventura cuando pierde la vegetación. Cuando se rasura el cráneo y muestra la dureza de su desértico rostro. La Luna en la tierra. La cruenta aridez de la montaña achica el alma en un infierno sin protección. El Ventoux todo lo airea, todo lo desnuda. No hay refugio ni cobijo cuando se deja Chalet Reynard hasta la cima. El Ventoux es una montaña que hace envejecer.

Se es más viejo después del Gigante de la Provenza. Allí contó más arrugas Wout Van Aert, dispuesto al sacrificio, vencedor en las faldas de la montaña, en Malaucène. El belga, que es varios ciclistas en uno y que en la víspera se codeó con Cavendish al esprint, se echó el Ventoux en sus hombros de coloso para triunfar. Van Aert, en fuga, orgulloso, incapaz de asumir la derrota, talló en piedra su nombre en una montaña inclemente. El belga tuvo que plegarla dos veces para abrazar la gloria. En el Tour todo cuesta el doble. También el liderato. El Ventoux fotografió una grieta en el rostro enmascarado de Pogacar. La reveló el cincel de Vingegaard, que descubrió un poro abierto en la formidable armadura del líder, al que se le torció el gesto en el Ventoux. En el descenso soldó su mueca, apenas un tic. Restauró su jerarquía junto Urán y Carapaz, a los que también señaló el descaro de Vingegaard. En el esprint a cuatro, Pogacar dejó su sello. Otro mensaje en un Tour que domina con más de cinco minutos sobre Urán, Carapaz y el rebelde Vingegaard. O’Connor, que era segundo tras su formidable cabalgada en Tignes, se desgajó. El Ventoux, hijo irreconocido de los Alpes, le borró la sonrisa. El australiano, desarticulado en la segunda ascensión al monte pelado, concedió cuatro minutos.

En el primer repaso por la mesa de autopsias, desde la vertiente de Sault, la menos tortuosa, Van Aert, Mollema, Bernard, Elissonde, Alaphilippe, Pérez, Meurisee y Durbridge anidaron entre la niebla que se arrastra, fantasmagórica, en las laderas inanimadas del Ventoux, donde se agitan las banderas y los aficionados vociferan entusiasmo. Voces amigas que alimentan el espíritu, que amainan la fatiga. A Bernard le dio tiempo a recordar la gesta de su padre, que se vistió de amarillo en el Ventoux en 1987. Jean Françoise venció al reloj y a la montaña. Enalteció a Francia. Éxtasis. Al día siguiente de su hazaña en el Ventoux, se evaporó la efervescencia de Bernard. El descenso, veloz, lo comandó Alaphilippe a casi 100 kilómetros por hora para darse de bruces con el paredón de la Provenza. Esta vez por la vertiente de Bédoin, más exigente. Una paliza.

Elissonde, un colibrí, desenfundó las alas. Van Aert, un albatros, se unió. Al belga lo mismo le da un esprint en Valence, donde fue segundo, que el Ventoux. Alaphilippe y Mollema discutían unos peldaños por detrás. Pogacar, el líder que es monarca, se acomodó en el chester del Ineos. Van Aert, tozudo, estrujó la agonía de Elissonde. Mollema se desentendió de Alaphilippe. La carretera vieja, un mosaico con memoria de elefante, un puzzle asfixiante, descascarilló a O’Connor, silenciado su vigor por el descamisado Kwiatkowski, el metrónomo del grupo de elegidos, apenas una decena de dorsales. El líder, Carapaz, Vingegaard, Urán, Lutsenko, Mas...

El héroe de Tignes era un paria en el Ventoux, donde se desprendió Pello Bilbao, otra vez agarrado por el hilo del sufrimiento. El gernikarra se sostuvo para continuar en la décima plaza. Miguel Ángel López, que desplegó su capa semanas atrás en el Gigante de la Provenza, gateó. O’Connor, con el maillot abierto a dos aguas, los dientes rechinando esfuerzo, la cadena a modo de péndulo, cabeceaba su desesperación en una prueba de resistencia. Majka, escudero de Pogacar, dio un paso al frente en la montaña de caliza.

SUFRE EL LÍDER

Van Aert continuó aplastando el Gigante de la Provenza. Mollema y Elissonde, unidos, comían su gravilla. Kwiatkowski cerró su libro en el Ventoux. El epílogo de Mas. Vingegaard, el sigiloso, bramó. El danés elevó los decibélios. Pogacar acudió a su llamada. Carapaz y Urán se deshilacharon en el viento. Vingegaard, rostro pálido, deslució a Pogacar, de repente humanizado. El esloveno sufrió. Una visión impensable. El líder, por detrás. Ciencia ficción. Cosas del Tour. Urán y Carapaz se unieron a Pogacar una vez doblado el Cabo de Hornos de la Provenza, por donde Vingegaard pasó con medio minuto de renta. Carapaz, Pogacar y Urán se apresuraron persiguiendo al blanquecino Vingegaard en una bajada técnica. La carrera era una persecución por la etapa y por la general. Van Aert abría la comitiva. Mollema y Ellisonde le rastreaban. Vingegaard quería rascar, pero la alianza de Pogacar, Carapaz y Urán pesaba más en un descenso tan largo. Ley de la gravedad. El trío apresó al danés, revoltoso montaña arriba, en Malaucène, donde Pogacar esprintó para ser el primero de los cuatro. Le observan a un viaje lunar. De la Luna llegó Van Aert para honrar el Ventoux.