A Eneko le diagnosticaron dislexia a los nueve años, en tercero de Primaria. “Para él fue una liberación entender, al fin, lo que le pasaba. Nos dijo: no soy tonto entonces”, cuenta su madre, Josune Amurrio. “Empezamos con problemas de comportamiento, no quería ir a clase. Los martes, que había dictado, siempre nos ponía alguna excusa. Y empecé a mosquearme. Lo comenté en ikastola, pero me dijeron que era un problema de madurez”, explica esta gasteiztarra. No fue hasta el curso siguiente que una nueva profesora “vio que había algo, que yo no estaba loca” y le hicieron las pruebas. El diagnóstico: dislexia.
Empezó el tratamiento de intervención fonológica y mucho refuerzo en casa. “Los tres primeros años fueron muy duros. Mi hijo y yo éramos uno. A veces, cuando iba a dar de cenar a mi hija ya se había dormido, la pobre. Es una implicación familiar muy fuerte”. Han pasado siete años, pero cada curso escolar sigue siendo una carrera de fondo para toda la familia. “Cuando llega junio nos liberamos”. Y es que la etapa escolar se convierte en una tortura para los niños con dislexia porque no hay un protocolo de actuación que adapte el aprendizaje a sus necesidades.
La dislexia es la dificultad que tienen algunas personas para leer sin errores y de forma fluida a pesar de tener una inteligencia normal o incluso por encima de la media. Está originado por una alteración en el neurodesarrollo y tiene un componente genético importante. Se calcula que entre el 8 y 10% de la población tiene dislexia. “De todos los trastornos específicos del aprendizaje, la dislexia es el más frecuente en las aulas y con mayor impacto académico, personal y social”, explica Isabel Molina Zelaia, presidenta de la Asociación de Dislexia de Euskadi (Dislebi). “Las historias de las familias de un niño con dislexia son calcadas: el sufrimiento, la desesperación de no saber lo que les pasa, el estigma de vagos, inmaduros, torpes, tontos con el que cargan; luego, cuando se enteran, el trabajo diario y la lucha con los profesores para que adapten la enseñanza a sus necesidades, para que les acompañen y les comprendan...”, explica esta pediatra.
La carga psicológica que arrastran los niños con dislexia es devastadora. Algunos estudios muestran que el 70% tiene baja autoestima, ansiedad y somatizaciones. Un 50%, además, sufre aislamiento y rechazo por parte de los compañeros en la escuela. Otro dato más: un 40% de los casos de fracaso escolar está asociado con la dislexia. Por todo ello, los expertos destacan la importancia de un diagnóstico temprano, una política inclusiva y adaptaciones metodológicas que permitan a los niños con dislexia seguir con sus estudios sin el sobreesfuerzo que hacen actualmente. “Estos niños están las siete horas lectivas enfrentándose a su debilidad y eso les agota. La trascendencia de la dislexia va más allá de tener equivocaciones al leer, porque la mayor parte de la enseñanza escolar se basa en el lenguaje escrito. Ahora hasta en gimnasia les ponen exámenes teóricos”, se queja la presidenta de Dislebi, que deja claro que con las adaptaciones metodológicas “conseguiremos que la dislexia no sea un problema para estos niños”. Por ejemplo, “ofrecerles esquemas visuales, no hacerles leer en voz alta delante de sus compañeros, darles más tiempo para realizar las tareas, leer los enunciados en voz alta, transcribir sus respuestas o evaluarlos oralmente si lo prefieren, no penalizar las faltas de ortografía”.
“Son niños más lentos leyendo, algunos llegan a no tener muchas faltas de ortografía, pero siguen siendo lentos, flexibilizando el tiempo se acaba el problema. Ellos tienen una buena comprensión oral, ¿por qué no leerles los enunciados? Estamos en una era hipervisual, se les pueden hacer también esquemas visuales. El problema es que si tienen que leer, les va a costar muchísimo más. Muchas veces ponen tanto esfuerzo en hacerlo bien que terminan sin entender lo que han leído”, agrega Molina.
Detección temprana Todos los expertos coinciden en la importancia de la detección temprana. “Lo primero que se debería hacer es detectar todas las señales de alarma que van dando los niños con dislexia mucho antes de que empiecen con la lectura. Muchas veces son niños que han ido con retraso en la adquisición del lenguaje, han empezado a hablar tarde, les ha costado aprenderse canciones, les cuesta mucho recordar secuencias, los días de la semana, los meses, dar el nombre apropiado a cada color. Estas son señales de alerta”, detalla Molina.
Y, a partir de los cuatro años, hay dos herramientas de detección: el Prodiscat, realizado en Catalunya, y el Test Predictor del Aprendizaje de la Lectura PAL, en cuya elaboración ha participado la propia Isabel Molina. Ambas sirven para detectar qué niños están en riesgo. “El PAL es un test para detectar cómo están las habilidades fonológicas de los niños, porque la fonología nos va a marcar qué niños van a tener problemas con la lectura y cuáles no”, explica la pediatra vasca. Los expertos recomiendan empezar con las adaptaciones en cuanto se detecte una dificultad, incluso sin el diagnóstico. Existe una guía de buenas prácticas para el profesorado, sin embargo, no todos los docentes la conocen. “Todo depende, al final, de la buena voluntad de cada centro o profesor”, lamentan tanto Isabel como Josune.
Además de las adaptaciones, la presidenta de Dislebi recomienda un tratamiento fonológico. “Entre los 4 y los 8 años es la mejor etapa para aplicar los tratamientos, debido a la plasticidad cerebral”. Y en casa, mucho refuerzo. “Si mantenemos buena su autoestima y su autoconfianza van a tener un futuro más prometedor. Hay que reforzar sus fortalezas para que ellos no decaigan”, sostiene.
Sin tiempo libre Para los niños con dislexia, la jornada lectiva no termina tras salir de la ikastola. Isabel Molina también tiene un hijo con dislexia que ahora tiene 20 años. “Estos niños no tienen tiempo libre. Después de salir de clase, mi hijo estudiaba tres horas diarias como mínimo. Pero es que si quieres que avancen en los estudios tiene que ser así”, cuenta la pediatra. “Muchos padres hacen de profesores de sus hijos. Sé que muchas familias están otras cuatro o cinco horas machacando el temario en casa. Nosotros nos liberamos el día que vino una persona externa para ayudar a Eneko. Eso quema mucho”, asegura, por su parte, Josune. “Eso sí, cuando está de exámenes, todos estamos de exámenes. Yo duermo menos que él pensando en el examen de matemáticas”, apunta, por su parte, su marido, Iñigo.
Josune, asegura, vive el día a día. “Encima le gustan las ciencias sociales. Yo no me planteo nada, no quiero pensar en lo que va a pasar dentro de un año”, sostiene. Desoyendo el consejo del centro escolar, Eneko ha decidido estudiar Bachillerato. Está en el primer curso. “Son pocos los que llegan a la universidad porque les van desmotivando por el camino. Mi marido -explica Molina- se enteró de que tenía dislexia cuando diagnosticaron al hijo. Pero recuerda que le recomendaron que dejara de estudiar. Lo hizo, pero a los 25 años empezó una carrera y la terminó”. También es común la repetición de curso. Sin embargo, la presidenta de Dislebi asegura que es “una medida innecesaria”. “No les aporta nada y, encima, tiene un efecto negativo, les hace sentir tontos”.
El pasado octubre, a la hija de Josune, de 13 años, le diagnosticaron también dislexia. “Izaro es la típica niña responsable y en Primaria iba tirando. Es una tía muy trabajadora. Llegamos a la ESO y nos dijeron qué engañados nos tenía”, cuenta. La gasteiztarra, asegura que “no me ha pillado por sorpresa”. Sin embargo, el diagnóstico tardío implica una mayor problemática. Molina explica que “la detección tardía tiene unas consecuencias negativas, ya no solo a nivel psicológico, sino que se ha dejado pasar un tiempo muy bueno de intervención”.
A modo de conclusión, Molina resume: “Con la práctica de la lectura se mejora, pero no hay tratamientos milagrosos que curen la dislexia. La dislexia no es una enfermedad, es una circunstancia personal. Uno nace con ella y le va a durar toda su vida”.