ABea, la enfermedad se le presentó con veinte años, mientras estudiaba Psicología en Salamanca. “Llevaba tres años muy mal, echaba mucho de menos a mi familia. Entonces no era como ahora, que hay más medios de transporte, venía tres veces al año a Bilbao. No pude más, me dio un brote psicótico. Creía que era la hija de Trotski, que mi familia me perseguía, creía que iba a huir todo el mundo de Bilbao y me iba a quedar sola”, cuenta. “Entonces llegó el primer ingreso en el psiquiátrico, el segundo, el tercero... mientras, hacía terapias ambulatorias, mis padres se gastaron una fortuna en tratamientos particulares, no sabían qué hacer conmigo. Toda mi familia estaba preocupada. Dejé de estudiar, luego me apunté a un curso de Magisterio, pero no podía, no podía ni estudiar ni trabajar, estaba muy mal. Estaba totalmente loca. Me llevaba mal con mi padre, mis hermanos no me entendían, no tenía amistades ni pareja, estaba aislada, era todo muy caótico”, rememora.

Bea reconoce que fueron “cinco años horrorosos”. Después de aquella época, comenzó a trabajar como secretaria en un consulta psiquiátrica y en otra pediátrica. “Me dieron la oportunidad de trabajar a pesar de estar mal -agradece-, estuve diez años en cada una”. Entonces se quedó en paro, se formó como camarera de piso y con 50 años “me diagnosticaron dos hernias de disco, entre otras cosas”, por lo que le concedieron la incapacidad permanente absoluta. Bea ha sufrido mucho a lo largo de su vida. Se desmorona al recordar los momentos de juventud en los que su vida “era un caos”. Pero ha logrado ver algo de luz al final de túnel. “Hoy tengo esperanza”, dice con una sonrisa.

“A mis 60 años estoy totalmente controlada, no tengo nada que ver con la que he sido. Soy una persona con la que se puede hablar, con la que se puede dialogar. Hago una vida normal. Con la absoluta, he estudiado historia de la pintura, informática, ahora estoy pensando en estudiar inglés. Los estudios me vienen muy bien para tener la mente ocupada. La verdad es que no paro”, destaca.

Bea padece trastorno bipolar, una enfermedad con la que sigue luchando día a día con terapia y medicación. “La gente se ríe, te dice ‘un día estás triste y otras contenta, ¿no?’. Es mucho más que eso, estás hundida, estás en la miseria. Los que dicen eso no saben lo que es estar en el fondo, fondo, fondo. Sientes una angustia existencial, te quieres morir, no quieres vivir así, estás tan abajo, tan hundida, que es mejor la muerte que estar así. Esa sensación de sufrimiento es insoportable”, describe.

“Somos personas muy sensibles, cualquier detalle, por pequeño que sea, te puede herir o te puede elevar la moral. Es ver la vida por las dos caras de la moneda. Cuando estás mal todo lo ves negativo. Yo, por ejemplo, me meto todas las noches llorando a la cama, pidiéndole a Dios que me lleve con mi madre, que no hago nada en este mundo. Y al día siguiente amanezco y soy otra persona. Desayuno y cojo otro aire, otra visión de la vida. Y le doy gracias al Cristo que me regalaron por la primera comunión por darme un día más de vida, de lucha”, añade.

El Estigma Iñigo coincide con Bea en que las personas con enfermedad mental “somos muy sensibles”. “Cualquier comentario nos puede hacer mucho daño. Y es que a veces te juzgan hasta tus amigos, sobre todo cuando te dan una incapacidad y una pensión. A mí me han llegado a decir que quieren tener mi enfermedad para poder cobrar una pensión. Que te digan eso sabiendo que has estado ingresado tres veces es increíble. Lo que yo tengo es terrible. La gente juzga lo que ve, físicamente estás bien, pero el sufrimiento va por dentro”, explica. Iñigo fue diagnosticado de trastorno obsesivo compulsivo (TOC) hace cinco años.

“He tenido obsesiones por la muerte, por el agua, por hacerme viejo. Es como vivir en una tortura, porque cuando te vienen las obsesiones, estás las 24 horas del día pensando en ello. No podía dar de comer a mi hijo de meses porque cuando le ponía la cuchara en la boca y tiraba la comida me daban taquicardias”. A Iñigo le diagnosticaron la enfermedad durante su primer ingreso en el psiquiátrico. “La enfermedad mental me vino por un mobbing, me tuvieron tres años en una mesa sin hacer nada. Dormía dos horas, una hora, y ese fue el detonante, porque el TOC se da por un trastorno de ansiedad generalizada. Si hubiera tomado una medicación para dormir, que me hubiera relajado y no hubiera estado todas las noches pensando, con ansiedad... quién sabe. Después de aquello estuve en tres trabajos, de comercial, pero no podía, estaba a 140 pulsaciones en reposo. Me autoexigía, tenía que ser el que más vendía de toda España y lo conseguía, pero estaba a las cinco de la mañana delante del ordenador pasando pedidos”, cuenta. Después de aquello obtuvo la incapacidad absoluta, al igual que Bea, y sigue un tratamiento, “basado en la vida sana y el deporte”. Acude al psiquiatra una vez al mes y otra, al psicólogo. “Y me suben o me bajan la medicación dependiendo de cómo esté”. “Pero asumo que esto es de por vida. Tengo mis altibajos”.

Ambos identifican el estigma social como uno de los principales obstáculos a los que tienen que hacer frente las personas con enfermedad mental. “Yo no tengo vergüenza de decir lo que tengo, creo que es importante salir del armario. Cuando alguien tiene un problema, tiene que pedir ayuda. No hay necesidad de pasar por el sufrimiento que hemos pasado nosotros. Si te duele la rodilla, tomas alguna medicación para aliviar el dolor, no entiendo por qué en esta sociedad tenemos que pasar por estas situaciones de dolor fustigándonos”, reflexiona Iñigo, quien reconoce que su madre llegó a tener vergüenza de que su entorno conociera su enfermedad.

“Yo he me he encontrado en el psiquiátrico con personas que no tenían el apoyo de su familia”, lamenta Iñigo, que sí cuenta con el apoyo incondicional de su mujer, una figura “vital”. Juani conoce bien el sufrimiento de los familiares. Y es que su marido sufre trastorno bipolar. “El primer ingreso no fue tan fuerte, había fallecido mi suegra, era un momento malo, era algo hasta casi normal. Pero en el segundo ingreso, llegué a casa y me tumbé en el sofá, no era persona. Era como cuando te dan la noticia de un fallecimiento”, cuenta. Juani se enfrentó con la enfermedad de su marido de la noche a la mañana, desde el desconocimiento más absoluto. “Desde que empezó con las depresiones hasta que le diagnosticaron el trastorno bipolar crónico pasaron 13 años. En aquellos años hubo muchos comportamientos que no entendíamos en casa”, sostiene. Para Juani, encontrar la Asociación Vizcaína de Familiares y Personas con Enfermedad Mental (Avifes) fue su salvación. Por fin pudo comprender lo que le sucedía a su marido, “cómo tengo que manejar la situación”.

Vida laboral “Hablando del estigma, en una de las reuniones alguien dijo: ‘una persona a la que le diagnostican un cáncer no lo dice por no dar pena, una persona con enfermedad mental no lo dice por no dar miedo’. Eso me impactó”, comenta Juani, a lo que Iñigo añade: “Tenemos fama de agresivos, pero antes de pegar a alguien, a mi mujer, me pego yo”, sostiene. A él, el tema laboral también le preocupa. “Yo fui a tres trabajos, pero al estar de baja te terminan echando. Me ponía a 140 pulsaciones porque no podía aguantar ese ritmo y por eso me tuve que coger la incapacidad”. En este sentido, considera que si el mundo laboral estuviera adaptado a las necesidades de las personas con enfermedad mental, “en algunos casos no sería necesaria la incapacidad”. El pasado 10 de octubre, con motivo de la celebración del Día Internacional de la Salud Mental, la federación de Euskadi de asociaciones de familiares y personas con enfermedad mental (Fedeafes) recordó que este colectivo es el que más dificultades encuentra para incorporarse al mercado laboral y apostó por la inclusión laboral como mejor vía para lograr el empoderamiento de las personas afectadas.

Más psicólogos. “Nos gustaría que en los centros de salud hubiera más psicólogos, porque no dan abasto. En mi caso, la psicóloga me llama cada mes, pero cuando me dan las obsesiones, yo necesitaría ver a la psicóloga mínimo una vez a la semana. Psiquiatras sí hay, pero la psiquiatría al final lo que te hace es medicar, la psicología es más terapia. Antes se tendía mucho a medicar e íbamos como zombis por la calle, yo he llegado a tomar nueve pastillas, ahora solo tomo una. El cambio es radical. Antes, hablaba más pausado, como cansado, adormilado. Ahora estoy activo, espabilado. La última vez que estuve apunto del ingreso, coincidí en urgencias con un psicólogo muy competente con el que estuve conversando durante dos horas y al final no necesité el ingreso”, relata Iñigo.