Ellos son los sin nombre. Pero también los sin techo, sin normas, sin horarios, sin vínculos. Son esas personas que aparecen y desaparecen cada día de nuestras calles sin que nadie se percate de ello. Esa gente que hasta hace poco eran los reales nini porque nadie se percataba ni de su presencia ni de su desaparición. Sin derecho siquiera al olvido porque, en ocasiones, hasta ellos mismo se han olvidado de sí mismos. De darse otra oportunidad para vivir otra vida que aseguran no querer disfrutar quizás porque no ven posible optar a ella y, en muchos casos, ni siquiera recuerdan cómo era.
Hasta que aparecen personas como Eugenia García, la educadora de calle del programa educativo de proximidad Bizitza Berria que, cada semana, sale de martes a viernes para tenderles una mano de vuelta a esa sociedad a la que, a veces, consideran no merecen pertenecer. Ella es la memoria de estos sin nombre. Para que su ausencia sea echada en falta, su nombre suene cada mañana en la voz de alguien, su dirección deje de ser debajo de un puente y su barrio el de la soledad y los excesos. Para que tengan la opción de tomar un camino de no retorno a una realidad que les ha llevado, en muchos casos, a tocar fondo. Y en ese punto Eugenia está para recogerles, si ellos quieren, y ayudarles en el proceso de acabar con sus malos hábitos antes de que sean éstos los que acaben con ellos.
Un trabajo que cada jornada afronta con optimismo, constancia y esperanza porque "esto es vocacional y si yo no creyera que pueden cambiar, no estaría trabajando en ello", explica Eugenia. Un colectivo que el año pasado alcanzó el centenar de personas, y que en su mayoría son aves de paso, transeúntes que pasan unos días por Vitoria en su recorrido por la llamada ruta de los albergues, donde van alojándose para no dormir en la calle. Pero también están aquellos raras avis que, lejos de migrar, encuentran su hogar en un rincón y su familia en otros sin techo o personas como Eugenia con los que conviven cada día. Salga el sol, nieva o llueva. Que en Vitoria es muy habitual.
Y así, algo resguardado de la lluvia está Andrés que ha dejado "su oficina en La Florida para calentarse un poco en un bar". Él lleva 24 años en la calle moviéndose no sólo por el Estado, sino también por Europa "con amigos en todos los puertos y viviendo el día a día". Su imagen se asemeja algo a la de un Papa Noel desaliñado, pero sin perder esos rasgos de bondad y buen humor. Los primeros tragos de la mañana le confieren a su mirada un tono travieso y brillante, pero no nublan su discurso grabado a fuego en su mente. "Mi vida es solitaria. Estoy en la calle desde que mi mujer y yo nos separamos porque me apetece. Eugenia trata de sacarme pero no quiero porque yo soy libre y lo he sido toda la vida. A mí las normas y los horarios no me gustan", asegura haciéndose un poco el duro y explicando que el truco para vivir en la calle es "ser persona, ir con educación y echar algún piropo a las mujeres para me echen algo de dinero". Y, sin embargo, tras ese optimismo de postín también queda algo de pesar: el de no conocer todavía a su nieta o el de los achaques que los excesos y la vida le han dejado.
sí se puede Y es que, como Eugenia asegura, él es uno de los ejemplos de por qué las personas pueden acabar en la calle. "El problema de la gente de la calle es emocional. Casi siempre se debe a un duelo mal superado, una separación, algún trauma,... Y hay que saber esperar su momento, no puedes ser tú quien marques los tiempos", explica asegurando mantener la esperanza de que Andrés, finalmente, decida intentar adquirir compromisos y comenzar una nueva vida. Porque el proceso no es sencillo pero el respaldo es inmejorable. "En Vitoria los servicios sociales son muy buenos. Tanto los municipales como los asociativos. La gente que está en la calle de forma permanente en Vitoria son unos 25 ó 30 personas y lo están por una decisión propia", asegura. Para que este número baje, Eugenia habla cada día con ellos, cigarro en mano sin ser fumadora, y les ofrece los recursos necesarios. Tanto comida gratuita en el centro Ehunate como la posibilidad de acudir allí para realizar talleres o comenzar con programas de rehabilitación para después acceder al hogar Betoño a vivir o incluso a ocupar después una plaza en el piso de emancipación. Un rayo de esperanza para una nueva vida.
Porque este camino es difícil pero no imposible. Para muestra un botón. En el camino matinal, se encuentra a Miguel que, a sus 61 años, vive una segunda vida o mejor aún, empieza a vivir. Éste es uno de los casos que más ha impactado a Eugenia en su trayectoria de diez años, primero en Proyecto Hombre y desde 2009 en este programa. "Estuvo en servicios municipales y con una situación muy cronificada de alcohol. Hizo todo el recorrido desde la atención de calle a Ehunate, a Betoño y al piso y, después de cuatro años, ha buscado su propia habitación y se ha independizado", comenta orgullosa reconociendo que no era fácil en una persona con tanto tiempo de consumo.
De punta en blanco, Miguel asegura que anima a la gente a seguir su camino. "Cuando me conoció estaba fatal, si hubiera seguido así, hoy no estaba aquí contándolo. Eso no era vida y decidí poner tierra de por medio y mirar para adelante. La primera semana fue durísima pero luego, poco a poco, fue mejor. Ahora he recuperado el contacto con mi familia y me permiten ver a mi hija una o dos veces al mes", comenta con la felicidad que sólo da el vivir para contarlo. Ahora pasa de vez en cuando por la Plaza de Abastos y recuerda a aquel hombre del que hoy no queda nada más que los demonios a los que no está dispuesto a volver a sucumbir. "Me acuerdo una vez que vi a mi hija que venía por el parque y me fui porque no quería que me viera así, tirado en la calle", recuerda.
Hoy Miguel todavía no ha encontrado a sus antiguos compañeros de andanzas. Llueve demasiado y buscan refugio en los aledaños de la plaza de toros o en la estación de autobuses. Allí, por ejemplo, se encuentran Pedro y María con su mascota Pelanas, un perro de peluche que aseguran hace las delicias de los más pequeños. Pedro acaba de salir de la cárcel hace poco más de un mes y mata el tiempo charlando con un desayuno no demasiado saludable a base de tinto de brick y mantiene el destemple de una noche, por lo menos a cubierto, en su hogar prefabricado en un aparcamiento cercano. "Menuda chaparrada ayer cuando iba a por el bocata por la noche", lamenta y pide a Eugenia una ducha y cambiarse de ropa para matar el frío que ya tiene metido en el cuerpo.
al límite Poco a poco el cielo da algo de tregua y algunos de los habituales salen de sus lugares de resguardo para acudir a sus puntos de reunión. En la Plaza de Abastos se va juntando un grupo que Eugenia conoce muy bien. Entre ellos, algunos con problemas de alcohol muy agudos. Ella charla un rato y les pregunta si puede hacer algo por su bienestar, para ayudar a uno que, en un accidente ha sumado a las internas unas cicatrices más visibles. Nada. No necesitan nada. Y Eugenia se aleja porque, aunque sólo ha tenido problemas un par de veces en su carrera, "algunos ya van un poco cargados y hay que ir por delante de ellos y retirarse a tiempo". Quizás mañana sea el día en que alguno quiera darse la oportunidad.
Y puede que ése sea Vassili que aparece con paso vacilante, cabizbajo y la mirada perdida. "No puedes seguir así, mañana hablamos y vemos qué podemos hacer", él dice cariñosa Eugenia después de darle un abrazo. Y es que para ella son como "mis adoptados" y ellos también perciben ese vínculo. "Tienes razón. Ya he quedado con las asistentas del Ayuntamiento. Estoy mal y muy cansado", acierta a decir entre dientes con un marcado acento caucásico. Está cansado de una vida que dista mucho de ser la que soñaba aquel niño que quería ser bombero de mayor y que nunca pensó que él sería el objeto de rescate.
Como él, más de una veintena de personas en la ciudad necesitan que alguien les diga que pueden hacerlo. Que otra vida sí es posible y que merece la pena luchar por cumplir los sueños que ahora parecen olvidados. Porque el valor de cada persona que se rehabilita y reinserta en la sociedad no se paga con dinero. Un trabajador, un padre, un marido, un hijo. Por ello trabaja cada día en la calle Bizitza Berria a través de Eugenia y luego con un entramado que posibilita el proceso completo de reinserción. Aunque los tiempos que corren no dan demasiadas opciones para ello y los recortes han puesto en el punto de mira a estos colectivos.
Pero ellos siguen en la lucha. Para que el mendigo de la Florida, los sin hogar de Abastos, Pío XII o la estación de autobuses dejen de ser sombras que vienen y van y pasen a ser Miguel, Andrés, Javier, María y Vassili. Personas con nombre, con historia y, con un poco de suerte si les dejan y se dejan, con futuro.