"Cada vez canta mejor", decía sonriente el vendedor italiano cuando me servía una grabación actualizada de Caruso en una tienda de Nápoles. Tenía razón, porque de aquellas placas de piedra en las que grabó las más bellas canciones napolitanas a las modernas reconstrucciones va un abismo. Hay imperfecciones en el sonido que son insalvables, pero todo se puede perdonar con tal de escuchar la legendaria voz. Al ticket de compra le acompaña un programa del Teatro San Carlo con el homenaje al divo preparado en el que cantan los tres mejores tenores actuales: Javier Camarena, Francesco Meli y Francesco Demuro.
Una de las primeras imágenes que queda grabada en la mente de cualquier persona que visite Nápoles es el contorno del Vesubio. La silueta del volcán forma parte ineludible del paisaje de esta capital italiana. Los habitantes, familiarizados con su presencia, restan importancia al hecho de que aún siga en actividad y exista la posibilidad de que se repita la catástrofe del año 79, cuando la lava sepultó Pompeya y Herculano.
Los napolitanos están hechos de una pasta especial. No es broma. Se consideran los italianos más castizos y rechazan con mil frases plenas de ironía los comentarios que les llegan del norte, de Milán, Génova, Venecia y hasta de la misma Roma, en el sentido de que el interés por Italia decrece de la capital hacia el sur. Basta con entrar en cualquier taberna del barrio de Santa Lucía y poner el oído en algunas conversaciones de tipos que parecen sacados de Pan, amor y€, aquella película de Vittorio de Sica y Sofia Loren que tanto éxito tuvo al final de la década de los años 50.
Es un placer darse un paseo por la zona de Montecalvario, en pleno casco viejo de la ciudad. Aquí estuvieron antiguamente los más abyectos lugares de diversión de los soldados españoles cuando la tropa tenía algo que ver en la zona. Me viene a la cabeza la canción zarzuelera Soldado de Nápoles, que evoca la época. El lugar se ha convertido hoy en un barrio comercial con balcones que casi se tocan. Los miro esperando infructuosamente que en cualquier momento se asome aquella lozana Loren llamando a su bambino.
Rompen mis pensamientos las notas del Torna a Surriento que salen de un viejo comercio con un escaparate rebosante de discos donde aparecen los nombres de Ricardo Muti, Domenico Scarlatti o Renato Carosone, el de la Piccolissima serenata, todos ellos hijos de Nápoles.
Descalza para ahorrar
Caruso está presente en Nápoles porque su vida ha pasado a ser leyenda y el pueblo llano admira y quiere a aquellos que de la nada saben forjar un futuro. Enrico, nacido en 1873, pertenecía a una familia que sobrevivía en la más absoluta de las pobrezas. Los veintiún hermanos -han leído bien- se vieron obligados a trabajar desde muy niños empujados por el hambre que literalmente se pasaba en aquella casa. El futuro tenor apenas había llegado a la adolescencia cuando se buscó un hueco como bibliotecario en una empresa. Los días festivos cantaba en el coro de la parroquia y sus solos se escuchaban con gran admiración. Tanta que, a veces, le surgían bolos para amenizar bodas, bautizos y comuniones.
Anna, su madre, escuchaba complacida los elogios que todos hacían de su hijo preferido. Decidió inscribirle en una escuela de canto pagando las cuotas con el dinero que ahorraría en zapatos. La mujer anduvo largo tiempo descalza por las calles. No tardó en enfermar. Su muerte dejó totalmente abatido a Enrico. Cuando el futuro tenor cumplió 15 años se vio obligado a ampliar su radio de acción laboral cantando en bares y cafetines, cuando no por las esquinas de la Piazza Plebiscito, el centro neurálgico de la ciudad, donde están la basílica de San Francisco de Paula y el Palacio Real.
En más de una ocasión cantó de cara a su meta personal, el Teatro San Carlo que se encuentra en las inmediaciones. Los profesores de canto le habían dicho que esta sala, inaugurada en 1737, tenía una de las mejores acústicas de Europa. Cuando llovía se refugiaba en la Galería Umberto I, un pasaje de estilo modernista inaugurado en 1891 que está cubierto por una bellísima techumbre de hierro y cristal. Hoy sigue siendo un centro comercial solo apto para carteras muy abultadas.
El legado de la lava
Para muchos, el verdadero Nápoles está en sus intrincadas calles, donde las motocicletas y patinetes van y vienen en un magnífico desorden al que los maestros del neorrealismo italiano le hubieran sacado buen partido. Y mientras Garibaldi, el famoso líder de la unión italiana, mira desde su pedestal, a sus pies se discute si este año también se licuará la sangre de San Genaro que se guarda en el relicario de la Catedral.
Los turistas hacen cola en el Museo Arqueológico Nacional para ver la enorme maqueta de Pompeya y de paso fotografían el Castel Nuovo, la magnífica fortaleza del siglo XIII donde se encuentra. Por cierto, que en esta pinacoteca se pueden ver riquísimas colecciones de esculturas, cerámicas, mosaicos y pinturas murales de las ciudades sepultadas por la lava del Vesubio. También la colección Farnese, con copias de las esculturas más famosas de la antigüedad.
Bordeando el barrio de Santa Lucía llegamos a Via Partenope, frente a la que se encuentra el Castel dell'Ovo, cuya imponente masa domina el puerto marítimo desde el siglo XII. Antaño su sola presencia servía para ahuyentar a cualquier embarcación que osara penetrar en el golfo con malas intenciones.
Aseguran los nativos que en esta zona portuaria están las pizzerías más auténticas. No se pierda la Pizza Napolitana con mozzarella, tomate, orégano, aceite€ "La cocina napolitana descansa sobre cuatro elementos que son indispensables: macarrones, ajo, aceite y tomate", mantienen los gourmets mientras sirven las llamadas maccarondelli, capellini y bucatini.
Visto lo visto me atrevo a recomendarles una maravilla culinaria de la ciudad que se llama Mozzarella in Carrozza, exquisita especialidad al queso, tan deliciosa como la sopa de mejillones o caracoles. En cualquier trattoria de Santa Lucía un plato tan simple como los macarrones con salsa de tomate constituye un verdadero placer. Si remata el ágape con un helado spumoni, stracchini o mattonelle podrá decir que conoce bien la gastronomía napolitana.
No se puede empezar peor
El inicio de la carrera profesional de Enrico Caruso no pudo ser peor. Se enroló en una compañía lírica de tercera clase para hacer una gira por el sur de Italia como suplente del tenor titular. Una noche, confiando en que el espectáculo transcurría con total normalidad, se fue a una trattoria a cenar una pizza napolitana bien regada con Lácrima Christi. Súbitamente fue avisado de que el tenor se había indispuesto y que su presencia en el teatro era urgente. Cuando salió al escenario aún no se le habían pasado totalmente los efectos de la reciente bebida, de forma que, en un momento de la representación, cuando su voz estaba asentándose, pisó la cola del vestido de su oponente femenina arrancándoselo. La situación provocó la hilaridad de los espectadores. Enrico, herido por la vergüenza, corrió a su camerino llorando a moco tendido. El despido le llegó de inmediato.
Tampoco le fue bien cuando, contando 21 años, se volvió a presentar ante el público de Nápoles en una nueva intentona de triunfo. Le dolió enormemente la unánime crítica adversa que tuvo, pero no se acobardó. Se lanzó a la conquista del mundo para luego retornar triunfantemente a su tierra. Fue entonces cuando los corrillos de bohemios que se reunían en los salones palaciegos del Café Gambrinus se ocuparon plenamente de él. ¿Era el mejor Rodolfo de La Bohéme que había pasado por La Scala de Milán? ¿O el mejor Duque de Mantua en el Rigoletto que había cantado en el Covent Garden de Londres y el Metropolitan de Nueva York? Eran las polémicas que anteceden a las leyendas.
"Yo soy una marca de fábrica en manos de empresarios", decía Caruso cuando le advertían del enorme trajín que llevaba desplazándose a un lugar u otro. Su repertorio comprendía unas cuarenta óperas italianas y francesas, pero hubo algunos personajes que literalmente bordó, como el Canio de Payasos. No se quejaba de trabajo, porque le llovían contratos. Sintió cuando su primera mujer le abandonó para irse con el chófer y además chantajearle, pero se recuperó con su segunda esposa, que le colmó de felicidad dándole además una hija a la que adoró.
Ganó mucho dinero, pero lo fue gastando con rapidez. Tenía fama de ser muy generoso, tal vez porque recordaba las privaciones de su niñez cuando callejeaba por el barrio de Santa Lucía por si pillaba algo que llevarse a la boca. Más tarde, ya maduro, cantaría con nostalgia la famosa barcarola dedicada a este distrito: "Oh, dulce Nápoles; oh, suelo bendito; donde sonrió el Creador", la primera canción compuesta en dialecto napolitano que fue traducida al italiano.
Sorrento, enfrente
Una de sus mejores inversiones fue la finca que se compró en Sorrento, frente a Nápoles. En el lugar donde estuvo su casa natal, sobre un acantilado, se encuentra ahora el ala derecha del Imperial Hotel Tramontano, establecimiento que tuvo a Goethe entre sus clientes famosos.
El arte de Caruso emanaba de su garganta. Tenía una voz inigualable que, pese a todo, no cuidaba demasiado, ya que era un fumador empedernido. El retiro de la escena fue motivado por una pleuritis o tal vez un cáncer de garganta. Buscó refugio en su palacete de Sorrento, donde acompañado de su esposa e hija dibujaba caricaturas propias o repasaba su valiosísima colección de monedas antiguas, relojes y medallas.
En sus últimos días se asomaba al Mediterráneo para aspirar la brisa. Una noche, movido por una extraña fuerza interna y de cara a las olas, entonó sus postreros versos: "Aquí, donde el mar reluce y sopla fuerte el viento, sobre una vieja terraza, delante del Golfo de Sorrento, un hombre abraza a una muchacha sin contener el llanto. Luego se aclara la voz y vuelve a dar comienzo el canto: Te quiero mucho". Dos días más tarde, ya en estado de agonía, se abrazó a su esposa, al tiempo que le decía: "No dejes que me muera". Fue inevitable. El 2 de agosto de 1921, a la edad de 48 años, falleció el tenor más famoso de la historia.