Lo que para algunos son asépticas “consecuencias del conflicto” y para otros pura expresión de la venganza, al final se traduce en drama personal que va más allá del cumplimiento de una sentencia, en castigo que se prolonga en el tiempo y va más allá del ámbito puramente individual. Cuando se trata de las personas presas por su pertenencia o vinculación a ETA, es difícil mantener unos mínimos de ecuanimidad. La cercanía, el cariño y hasta la admiración que provocan en sus familiares, amigos y próximos ideológicos, confronta con el aborrecimiento de quienes sufrieron su agravio directamente o como derivada política. Entre ambos extremos, la extensa masa social que observa con desdén o, como mucho, con indiferencia la penosa realidad de esas cerca de 350 personas vascas que cumplen condena en cárceles españolas, francesas y, como dato extravagante, en Suiza, Portugal Reino Unido y Brasil.
En una agotadora dicotomía, mientras en las calles vascas se escuchan las reivindicaciones del fin de la dispersión, la puesta en libertad de los enfermos o, según la ley, la vuelta a casa de los encarcelados, aún se echa mano de la maldición del “que se pudran en la cárcel” o, en el colmo de la insensibilidad, quien tiene autoridad y poder, el Gobierno español, advierte que no pondrá en libertad a los enfermos hasta comprobar -quién sabe cómo- que solo les quedan dos meses de vida.
Cualquiera que se precie de pertenecer a la condición humana debería mantener un mínimo de empatía, que es el sentimiento de participación afectiva de una persona en la realidad adversa que afecta a otra. Y la realidad, además de constatar la permanencia de esos centenares de paisanos y paisanas en las cárceles, comprueba también la penosa situación de los que van saliendo, muchos de ellos con décadas de prisión, resentida su salud, en el ocaso de sus vidas y sin apenas capacidad para incorporarse a la vida real. Van saliendo, sí, mayores, inadaptados, desorientados, sin recursos, en un goteo apenas perceptible y ante la indiferencia general.
Pero no están solos. Existe un eficaz instrumento de empatía, Herrira, modesta pero activa asociación de acogida que atiende incansable a cada una de esas personas que vuelven a la libertad desorientadas, desamparadas y hasta indocumentadas. Independientemente de las dramáticas razones por las que entraron en prisión, su salida es con frecuencia también dramática.
Desde que nació en 2012, sostenida por contribuciones voluntarias y alguna modesta subvención, Herrira ayuda a “la integración social de las mujeres y hombres de Euskal Herria que han sufrido la cárcel o el exilio, para que puedan construir su vida de una manera digna”. En el aspecto administrativo, les ayuda en los trámites para legalizar su situación, teniendo en cuenta que hay que comenzar por el DNI, empadronamiento, pasaporte, carnet de conducir, tarjeta médica, subsidios y pensiones que les correspondan. Formalidades todas ellas corrientes para cualquiera, pero complicadísimas para quienes han vivido muchos años fuera de la realidad social.
El tratamiento médico carcelario con frecuencia suele ser deficiente, y Herrira no solamente facilita la asistencia de la Sanidad pública sino que además posibilita ayuda particular en oftalmología, odontología y psicología, complemento que pone a disposición de quienes lo necesitan. La constatación del frecuente deterioro de salud de muchas de las personas que quedan en libertad hace más estimable este servicio.
Quienes salen de prisión o vuelven del exilio no tienen ningún patrimonio, ni por lo general les espera ningún empleo. De nuevo en su modestia, también en esta gran dificultad aporta Herrira ayuda económica para afrontar los primeros meses de su vida en libertad. En esa misma línea, y en medio de la crisis que no cesa, se proporcionan en la medida de lo posible puestos de trabajo y hasta líneas de crédito para proyectos.
Puede entenderse, cómo no, que repugnen los motivos por los que esas personas fueron condenadas y encarceladas. Puede intuirse que quienes sostienen económicamente Herrira mantengan mayoritariamente una ideología concreta con la que se puede estar en desacuerdo. Pero la empatía, la humanidad y la solidaridad son actitudes necesarias para el equilibrio y la justicia de nuestra sociedad.