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El debate pepónide

Es un amago constante ese de abrir el melón constitucional. No se lo cree nadie pero la broma reciente del ministro de Justicia agita el verano y sirve para que las próximas elecciones catalanas o las constantes reivindicaciones vascas tengan contrapunto.

El debate pepónide

Huele a melón. No sólo porque la temporada sea propicia, que también, para la jugosa fruta veraniega, sino que lleva tiempo sonando como sin querer en el discurso político la eventualidad de un debate constitucional pero nadie acaba de rasgarle la piel para ver lo que hay dentro. Es un debate pepónide, esto es, de cáscara acorazada que por más que se manosee no acaba de llegarse a su interior. La cabriola más reciente la hizo esta semana el ministro de Justicia, Rafael Catalá, que se está revelando como un hábil agitador de serpientes de verano.

Pero no se cree nadie que en el PP haya alguien dispuesto al meloneo constitucional. No se lo creen ni los suyos, a juzgar por el descarte automático de los Cifuentes, Aguirre, Albiol, Sémper o Núñez Feijoo. Pero, como acostumbra, Mariano Rajoy deja que los suyos hablen de la cosa sin acabar de cerrar ninguna puerta ni abrir ningún melón. En un momento en el que la configuración actual del estado, su estructura administrativa y la sostenibilidad de su sistema de financiación están en el candelero no solo por el vigente proceso catalán o la constante reivindicación vasca, el ministro dejó caer, como quien no quiere la cosa, que la Constitución española se puede revisar también a favor de la recentralización.

Basta leer entre líneas el resultado de la legislatura de mayoría absoluta del PP que expira en unos meses o recordar la que disfrutó José María Aznar años atrás. La estrategia de la elaboración de normas básicas en materia de competencias transferidas ha sido el camino hacia la uniformización. El PP cree firmemente en ello y es consecuente cada vez que obtiene un rodillo que se lo permite. Así que juega a un proyecto reformador inexistente, que ni entra en sus cálculos ni toma medianamente en serio su oposición en España.

El federalismo socialista no tiene tampoco programa de reforma constitucional que le dé carta de naturaleza más allá del enunciado. Es un eslogan a falta de procedimiento y de explicitar un sistema de financiación diferente del que ha fracasado en los últimos cuarenta años. El mismo que ha consagrado la desigualdad entre comunidades autónomas no por la divergencia de servicios públicos, como se agita con cierta recurrencia cuando se apunta de mala fe al Concierto y el Convenio, sino porque no ha sido capaz de crear un modelo de país con una estructura económica medianamente equilibrada a la hora de generar actividad, empleo y recursos fiscales. Otro tanto se puede decir de las propuestas de las fuerzas emergentes. Ni desde la izquierda alternativa ni desde la nueva derecha hay definida una reforma del Estado que plantee la viabilidad socioeconómica equilibrada ahora en cuestión y que no aportan por sí solas una subida o una rebaja de impuestos.

El modelo autonómico español ha girado con criterio centrípeto, reforzando las capacidades del centro administrativo, financiero e industrial que hoy es Madrid a costa de las posibilidades de desarrollo de la periferia. ¿Alguien ha definido la alternativa a ese formato de crecimiento, más allá de reproducir las condiciones de financiación local mediante el recurso del suelo público, el ladrillo y la industria estacionalizada del ocio y el turismo? Lo más que está aportando estos días el debate de la reforma constitucional es un cruce de melonazos sobre las competencias de cada cual versus la capacidad de implantar un modelo homogeneizador de la educación, la sanidad, la cultura o la administración de justicia.

Euskadi y Catalunya, sus realidades nacionales y sus expectativas de materializar un modo de relación con Europa y el Estado que reconozca sus especificidades sólo aparecen en el discurso de la reforma constitucional cuando los partidos de ámbito estatal necesitan compactar a sus propias bases. Se empieza negando toda opción de reforma del estatus político de ambas naciones que no pase por la reforma constitucional. Se sigue sacralizando el papel del legajo del 78 después de haber traicionado la parte de reconocimiento del consenso mínimo de diferentes que una vez hubo en el mismo para superar un pasado de sangre y dictadura. Y se termina identificando al disidente de ese nacional-patriotismo constitucional como al ogro Felón, que devora a los niños como si fueran turrón. Que hacen inviable a España por insolidarios; por tener proyecto socioeconómico y político propio -que además funciona-; por haber asumido el riesgo de autofinanciarnos cuando parecía una aventura o por el deseo de hacerlo sobrevenido recientemente a Catalunya; por nuestra demanda de reconocimiento como sujetos de derecho para poder decidir si queremos seguir o romper. Como emblema, en definitiva, de que el melón constitucional no se debe abrir. La realidad es que dentro no hay sustancia para un proyecto sostenible y en eso consiste la crisis de este Estado. Por eso el debate sólo es pepónide; o sea, de cáscara.