Vitoria. "El que algo quiere, algo le cuesta". Alfredo Marco Tabar recordó este refrán en Estrasburgo a principios de los 80 para exigir a Francia que dejara de ser cobijo de terroristas y sumara fuerzas en la lucha contra ETA. Justificó el uso de este dicho ante el Parlamento Europeo en su convicción de que sus palabras le situaban en el punto de mira de los activistas, un riesgo que estuvo dispuesto a asumir hastiado de asistir a funerales de amigos. Eran los años del plomo y el dirigente alavés ya sumaba una amplia trayectoria política que inició en unas Cortes sumidas en la dictadura franquista y que le llevó hasta la Alcaldía de Vitoria.

Senador, parlamentario, alcalde de su ciudad... ¿Le quedó algo por hacer en política?

Yo siempre he sido un político provinciano. Mi etapa de senador fue fruto de aquel calentón de la Transición en el que todos creíamos que podíamos resolver el mundo y todos sus problemas, pero el concepto de la política siempre ha sido el de ser político en mi casa. No he tenido aspiraciones políticas superiores. (Se ríe) Bueno, me ha faltado ser diputado general, pero ya fui diputado con Ramón Rabanera, y a mucha honra.

En su ciudad, Vitoria, fue el antecesor directo de José Ángel Cuerda, pero dado el carisma de este político parece que todo lo anterior no existió. ¿Le molesta?

Por mí personalmente, no, pero me molesta por anteriores alcaldes que dieron el fundamento a Vitoria. Luis Ibarra Landete, con el que yo hice tándem para la elección de procurador en Cortes, fue el responsable, entre otros, del desarrollo real de todas las zonas industriales, salvo las últimas como Jundiz. Es un ejemplo del olvido injusto de la sociedad, porque todo lo que pasó en la etapa de Franco parece que fue negativo, cuando no es cierto. Hubo ejemplos de corporaciones austeras donde yo, sinceramente, creo que no existió la corrupción, donde todo el mundo trabajaba gratis. Cuando yo digo a mis hijos que fui alcalde y no cobraba, no me creen. De la primera corporación de la etapa democrática recuerdo que coincidí con Pepe (José Ángel) Cuerda, con quien había coincidido en la etapa anterior y a quien yo designé presidente de la Comisión de Urbanismo.

Para un político que se define como provinciano, ser alcalde de su ciudad natal debe ser lo máximo.

Pues mire, yo recuerdo mi etapa de alcalde con tristeza, porque en aquellas circunstancias era muy difícil que un alcalde tuviera la posibilidad de hacer cosas. No tenía detrás de él un grupo político que le apoyara. Mi relación con los concejales fue de amistad, pero no era de conformidad política. Yo también quise hacer cosas, pero era muy difícil. El alcalde no tenía su equipo, mientras otros grupos ya actuaban de forma conjunta como oposición.

¿Cuando sale a la calle reconoce a la ciudad que usted gobernó?

Quizás no soy muy objetivo, porque estoy en la etapa nostálgica. Tengo un sentimiento de cariño a las cosas con las que he convivido y ahora veo cosas que me producen horror.

¿Por ejemplo?

El tranvía. Me produce espanto ver la calle General Álava convertida en el andén de Chamartín. No encuentro sentido a hablar del soterramiento del ferrocarril como si fuera el gran problema de Vitoria y haber metido un tren por el centro de la ciudad. El soterramiento no es una prioridad, porque la división de Vitoria entre el norte y el sur, que en su época era evidente, ha sido superada. En gran parte por una acción muy acertada de Pepe Cuerda, que fue el puente de Portal de Castilla. Desapareció esa dificultad de comunicación. Hoy en día no se puede hablar de que esa barrera sigue existiendo. Sería mucho más económico plantear otras alternativas como una circunvalación en superficie de la vía férrea para hacer una estación intermodal en la confluencia de los medios de transportes: ferrocarril, carretera y aeropuerto, con una lanzadera hasta Vitoria. A pesar de esta teoría, me preocupa ser yo el que ande a contracorriente cuando todos los demás parecen tenerlo muy claro. El peligro también en esta materia es la politización que se da en todos los aspectos.

Salgamos de Vitoria y viajemos hasta su etapa en las Cortes. El régimen franquista comenzaba a languidecer cuando usted se entrevistó con Franco. ¿Cómo recuerda este encuentro?

Luis Ibarra Landeta, con el que formaba tándem en las Cortes, gestionó la entrevista de los procuradores alaveses. Como inciso le comentaré que los procuradores del Tercio Familiar, de donde procedía yo, estábamos mal vistos porque éramos el único sector de libre elección, a pesar de que no tuviera las características de universalidad que hoy tienen las elecciones. Pero éramos como los rebeldes. En la entrevista en cuestión, me dio la sensación de que Franco sabía perfectamente las cuestiones candentes en Álava. Le vi muy lúcido, pero muy deteriorado físicamente. A mí me impresionó como impresionan todos los personajes que ves de lejos y de repente lo tienes delante. No discuto que no hubiera gente que viviera mal con Franco y que en tiempo hubiera habido persecuciones, pero yo había vivido siempre con Franco y lo veía normal.

¿Qué bagaje político alberga un dirigente que ha participado activamente en la política durante el franquismo, la Transición y la recuperación de la democracia?

Es muy enriquecedor. Debo decir que durante mi etapa en las Cortes, con Franco aún vivo, nadie me dio nunca una indicación de lo que debía decir o votar. Allí se fue gestando la Transición. Con la Ley de Reforma Política, la más importante que votamos, Luis Ibarra me dijo que él iba a votar en contra porque su trayectoria se lo impedía, pero me dijo que yo debía votar a favor. Me impresionó la cantidad de gente con chaqueta blanca -uniforme de gobernadores civiles- que votó que sí. Fue lo que se llamó un suicidio político y lo fue, pero un suicidio político con mucho sentido de Estado. Hoy en día ningún diputado sería capaz de votar en contra de su propio estatus.

¿Hasta qué punto fue determinante la figura de Adolfo Suárez?

Creo que no hubiera habido otra persona capaz de llevar a cabo la Transición. Le pongo como ejemplo que para mí era incomprensible la legalización del Partido Comunista, porque la labor de lavado de cerebro del régimen les presentaba como unos demonios, y Suárez apostó por su legalización. No creo que nadie hubiera sido capaz de enfrentarse con el Ejército con la energía y la autoridad que lo hizo Adolfo Suárez. Y no creo que nadie hubiera logrado los pactos que logró él, entre ellos los Pactos de la Moncloa o la Constitución. Se logró lo que se pudo lograr. Quizás nos equivocamos en cosas, sin duda, pero se hizo lo que pensábamos que era mejor.

El éxito electoral inicial de UCD se dio de bruces con los nuevos vientos políticos que soplaban en España. ¿Por qué fracasó un proyecto que contaba con un líder férreo y carismático?

Por una razón muy sencilla: no era un partido unitario. Era un conglomerado de partidos con sus barones. Adolfo siempre decía que todos los que estaban en el Consejo de Ministros aspiraban a ser presidentes del Gobierno. Recuerdo que en la despedida de Suárez en televisión asumió que no podía hacer otra cosa. En el partido empezó la escisión de los barones, quienes en su mayor parte entraron en Alianza Popular. Al principio parecía que AP llevaba el germen de disgregación de UCD pero hubo gente, como Aznar, que puso orden en algo difícil de ordenar. Por su parte, Adolfo creó el CDS.

Usted optó por seguir, desde Álava, las nuevas siglas creadas por Suárez. Un nuevo reto.

Fue mi etapa más ilusionante después de la Transición. Había un concepto de centro, pero de centro-izquierda. Yo estaba en el comité ejecutivo nacional y Adolfo planteó un cambio de siglas incorporando la palabra radical. Yo le pregunté a Suárez: "¿Y qué le digo yo a mi madre? (se ríe)". El nuevo nombre no prosperó y el CDS entró con fuerza.