urante estos días de comilonas familiares en lasmás estricta intimidad de la unidad convivencial, es difícil no acordarse de las reuniones de antaño, a las que no faltaba ni el apuntador, aunque nadie conociese su filiación. Me imagino que eso es parte de la adaptación a la nueva realidad que nos toca asumir como obedientes y responsables miembros de esta comunidad. La crisis sanitaria auspiciada por el bicho del demonio nos ha demostrado a las bravas que se puede vivir de otra manera y que muchos de los convencionalismos que reinaban en nuestro pasado son prescindibles. Siempre he pensado que desear justo durante estos días lo mejor a todo el mundo era una cuestión de perfil hipócrita, ya que, los buenos sentimientos puntuales están fetén, aunque duran lo que acostumbra la digestión del ágape de Nochebuena. Después, si te he visto no me acuerdo. Ahora, con el coronavirus, ya no hace falta impostar más de la cuenta, ya que entre las medidas de prevención y que llevamos la cara oculta, no se nos ve el pelo en las múltiples reuniones sociales a las que antes había que asistir sí o sí para soltar la retahíla de bienintencionados exabruptos navideños bajo el marco de un incomparable y desmesurado optimismo casi enfermizo.