El pasado 20 de mayo entró en vigor la nueva ley española de inmigración, una norma con implicaciones que se desmarcan claramente de la tendencia dominante en Europa. Más allá de lo jurídico, hay una trastienda humana y cultural que suele permanecer invisible. Y es precisamente en esa trastienda donde se juegan algunas de las transformaciones más profundas que afectan no solo a los países receptores, sino también a los de origen.
Porque sí, esta ley marca un punto de inflexión. Frente al endurecimiento sistemático que define las políticas migratorias en Francia, Alemania o Italia (donde la respuesta automática parece ser la expulsión, la militarización de las fronteras y la demonización del extranjero), España da un paso distinto. Por primera vez en mucho tiempo, una legislación reconoce que la inmigración no es sólo un “problema que hay que gestionar”, sino también un fenómeno estructural que puede y debe integrarse en la construcción del país.
Tres aspectos ilustran este cambio de paradigma: la flexibilización de los criterios para el arraigo, la ampliación de derechos para acceder a empleo y servicios, y la promoción de políticas de acogida más humanizadas. Esto no convierte a España en una utopía migratoria, pero sí la coloca, por ahora, en una liga aparte dentro de una Europa cada vez más atrincherada.
¿Y por qué ahora? ¿Qué explica este giro? La respuesta es menos ideológica de lo que podría pensarse: España enfrenta una tormenta demográfica perfecta. El envejecimiento poblacional, el descenso de la natalidad y la sostenibilidad del sistema de pensiones obligan a buscar soluciones estructurales. Y la inmigración (especialmente la joven y activa) se presenta como un recurso necesario, casi inevitable. En vez de disfrazarlo, la ley empieza a asumirlo: si no crecemos por dentro, habrá que compensar por fuera.
Así se configura una apuesta estratégica, casi contracultural, en un continente donde cunde el pánico al “gran reemplazo” y el repliegue identitario va de la mano de la erosión de los derechos humanos. Frente a ello, España prueba otro camino. Lo interesante ahora será observar hasta qué punto este modelo resiste las tensiones internas y, sobre todo, si es compatible con el resto del ecosistema Schengen, donde la palabra “solidaridad” hace años que perdió sentido.
Pero mientras España legisla, África se vacía. Y aquí es donde cambia la mirada de esta reflexión.
Hoy no hablaremos de remesas, ni de los factores estructurales del éxodo africano (conflictos, pobreza, falta de oportunidades), ni siquiera de las tragedias humanas que puntúan el trayecto migratorio. Se trata de mirar hacia dentro. Más específicamente, hacia uno de los pilares fundamentales de las identidades africanas: la familia.
La familia africana (extensa, densa, tejida en capas de parentesco, afecto y lealtades) ha sido durante siglos el núcleo vital de la sociedad. Padres, hermanos, tías, primos, primos segundos, incluso vecinos entrañables, todos caben. No es sólo una estructura doméstica; es una red de apoyo emocional, económico y simbólico. Es refugio y resistencia. Y se está rompiendo. Literalmente.
Pongamos un ejemplo real y cada vez más común: una familia de siete hermanos. Los padres, aún en el país de origen. Un hijo en Francia, otro en Australia, otro en Estados Unidos, otro en Rusia, otro en Canadá, otro en España y otro en Noruega. No es una novela de la globalización, es el resultado de la diáspora. ¿Qué queda de esa familia? Poco. Los hijos ya no comparten idioma, valores ni experiencia. Sus hijos (los primos) son prácticamente desconocidos entre sí. Las posibilidades de reunirse todos bajo un mismo techo se han vuelto nulas. Y los padres, en sus últimos años, se convierten en turistas forzosos de su propia descendencia.
Sí, conocen mundo. Pero lo hacen sabiendo que el proyecto familiar que construyeron se ha deshecho sin remedio.
Esta es la fractura silenciosa de la inmigración africana. Un daño colateral que rara vez se menciona en los debates sobre integración o remesas. La diáspora crea oportunidades individuales, pero deshace vínculos colectivos. Y con cada ruptura, se debilita también la base cultural y afectiva que ha sostenido a los pueblos africanos frente a la adversidad.
Mientras tanto, avanza en el continente africano una lógica globalista que promete modernización a cambio de homogeneidad. Las diferencias se diluyen, las memorias se pierden y los vínculos se fragmentan. La familia, tal como la entendíamos, deja de ser posible.
Así que entre el optimismo que despierta una ley migratoria innovadora y la melancolía que deja una África que se fragmenta, queda al menos la esperanza de volver a pensar en común. A defender con convicción los valores que un día dieron sentido a la lucha por la dignidad y la soberanía compartida.
Investigador en transformaciones sociopolíticas en África Occidental y el Sahel