El silencio no es un refugio seguro. Puede ser que dentro de unas décadas o quizás antes, el mundo sufra los zarpazos de eso que de modo genérico llamamos “actos terroristas”. Puede ser también que estos no sean sino la consecuencia de la violencia que dura ya muchos años contra generaciones de ciudadanos palestinos ante la indiferencia ante su sufrimiento. Es difícil pensar que los niños torturados y mutilados de hoy olviden la barbarie. Entonces, quizás, nos acordemos de nuestro silencio.

Shifra Hoffman era una mujer sin fisuras. Las dudas nunca asomaron en su cabeza. Neoyorkina de 70 años, se había trasladado a vivir en Jerusalén con su esposo hacía escasamente un par de años antes. Estaba feliz a pesar de la creciente sordera de su marido, diez años mayor que ella. Vivían, por fin, en la “tierra prometida”. Mientras descargaba la munición de su pistola sobre la silueta de un activista palestino en una galeria de tiro, me confesó que el mandato divino establecía que aquella era su tierra y la de los de su religión. “Los palestinos se tienen que marchar”, dijo con mirada desafiante.

Netanyahu y Trump han llegado a la misma conclusión que Shifra décadas más tarde. Esta vez la silueta del activista ha dado paso a centenares de miles de civiles bombardeados por uno de los ejércitos más poderosos del planeta. Aclaro que la idea de Trump de convertir la Franja de Gaza en destino turístico me parecía un delirio más de un presidente errático, pero el fin del alto al fuego significa la expulsión de la población palestina de sus hogares. Prometió el infierno si Hamás no libera a todos los rehenes, y el infierno ha vuelto. Netanyahu y Trump tienen un objetivo común: que Palestina exista sin palestinos.

Las declaraciones de hace un mes del ministro de Defensa israelí, Israel Katz, hacen presagiar la más dantesca de las condiciones posibles para los civiles gazatíes tras la reanudación de los bombardeos. “Será aún más duro”, dijo Katz. Lo anunció con la frialdad de un fabricante de turrón sin gluten. Visto lo que hemos visto hasta ahora, no puedo imaginarme el aterrador panorama que espera a la población palestina. Israel y EEUU contemplan como única “solución” el desplazamiento forzado de los palestinos de Gaza.

La aséptica crueldad de las palabras del ministro israelí no se hizo esperar mucho; casi al mismo tiempo las bombas llovían sobre la población civil. Cientos de personas fueron asesinadas desde el aire en el primer día, según fuentes palestinas. Una mujer de mediana edad, suplicaba entre sollozos, piedad al resto del mundo. Lo hacía ante las cámaras de un equipo de televisión. ¿Piedad? ¿Compasión? ¿Misericordia? ¡Qué ilusa, esta pobre mujer!, pensé. La comunidad internacional no está para esos delicados detalles.

Ucrania, Rusia, y el rearme de los países europeos ocupan la atención de los medios. Poco o nada dicen sobre el genocidio gazatí. La sombra del Estado de Israel es muy alargada y salvo el secretario de la ONU, el portugués Antonio Costa, son pocos los mandatarios que se atreven a llamar a las cosas por su nombre y condenar el genocidio. Vean, si no les resulta demasiado repulsivo, al secretario general de la OTAN, el atildado holandés de sonrisa permanente, Mark Rutte, haciendo piruetas semánticas ante el Nerón estadounidense en su última visita.

Francia, Alemania y el Reino Unido, tan dispuestas a enviar tropas a Ucrania, permanecen mudas ante las atrocidades contra los civiles de la Franja. El miedo a Putin y la desconfianza hacia Trump ha dado un giro de guión sobre la política europea. Las prisas por comprar armas se han acelerado y los presupuestos sociales han decrecido para dar prioridad al gasto armamentístico, como sucede en el Reino Unido, mientras en Alemania se reforma la Constitución para elevar el gasto de defensa. Hasta hace poco teníamos la impresión de sufrir un déficit económico grave; ahora los estados se disponen a gastar cientos de miles de millones para fabricar armas. Se nos dice que no existe alternativa. ¿Tiene todo esto algún sentido?

Las declaraciones de crear el averno por parte del mandatario estadounidense han sido un espléndido balón de oxígeno para que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, rompa unilateralmente la tregua que mantenía con Hamás. Netanyahu ha escogido con detalle la fecha: el mes sagrado de Ramadán. El objetivo es evitar la aplicación de la segunda y tercera fases del acuerdo del alto el fuego, que supuestamente iban a traer la consecución de una tregua duradera con la retirada del ejército israelí y la reconstrucción de la Franja de Gaza. Este era el plan que se esbozó en Egipto, pero ni Israel ni los EEUU estaban interesados en él.

Desde que el pasado 15 de enero se firmó el alto el fuego, la situación ha cambiado de raíz. La vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca ha fortalecido los vínculos, ya antes estrechos, entre los dos mandatarios. Netanyahu y Trump tienen su propia receta para la solución del problema de Gaza, y no es otro que la limpieza étnica, o si quieren llámenlo de otra forma: el desplazamiento masivo de la población a los países árabes del entorno. Me pregunto si el siguiente paso no será seguir el mismo procedimiento con Cisjordania, un lugar donde gobierna la Autoridad Nacional Palestina, pero que igualmente está siendo atacado por los colonos y el ejército israelí.

Shifra Hoffman, cuyo padre fue deportado a Auschwitz, estará satisfecha con el despiadado rumbo de los acontecimientos. Pero todo este sufrimiento que padecen ya varias generaciones de palestinos y el paisaje tan inclemente que les ofrece el mundo los pagaremos algún día. Es el curso de la historia, conviene no ignorarlo. Lo que llama la atención es que sean muchos los israelíes como Shifra que parecen haberlo olvidado.

Periodista