Hemos pasado los meses de agosto y septiembre pendientes de la evolución de las próximas Elecciones USA. Y lo que nos queda.
Sus incógnitas, los debates que se abren y las preguntas que quedan sin responder pueden ser vistas como un magnífico espejo de las tensiones y vacíos que vivimos en nuestra sociedad occidental.
La amenaza de Trump y los intereses tácitos que le acompañan continúa siendo el principal argumento de un partido demócrata que ha hecho de la defensa de la “democracia liberal” su principal argumento, pero que no acaba de presentar un nuevo modelo: sabemos que Harris quiere hacerlo bien, pero aún no sabemos que es lo que quiere hacer.
Y es que vivimos en un mundo saturado de información y conexiones sociales, en el que abunda el ruido y escasea el debate de ideas. Un mundo político en el que las nuevas, o no tanto, ideologías, desde los “libertarios individualistas” hasta la “izquierda indefinida” definen sus estrategias de poder en base a la polarización y el simplismo emocional. No deja de ser una paradoja que en la llamada sociedad del conocimiento la comunicación política se concrete en soundbites mensajes de fácil recuerdo, vacíos de contenido y que invitan a no pensar; la vieja amenaza de Edward Bernays.
Visto lo visto, parece que las respuestas a los nuevos desafíos no van a venir de una clase política con un perfil de liderazgo débil y exhausta de ideas para responder a los nuevos retos.
Esta situación de agotamiento es la que aleja gradualmente a los ciudadanos de la política y encierra a ésta en su propia retórica de poder.
Alguien podría preguntarse, y con razón, dónde queda el ciudadano y los problemas reales del día a día, esos que no se reflejan en los indicadores y en las estadísticas.
En 2009, hace quince años el columnista R. Douthat (New York Times) resumía el estado de las cosas de entonces: “Estamos atravesando la peor dislocación económica de los últimos 80 años. Nuestra política está polarizada; nuestras instituciones se paralizadas. Se desconfía del partido gobernante y se desprecia al partido minoritario”.
A la crisis financiera le siguió la crisis sanitaria (covid-19) y a ésta la de la Energía y seguridad, la amenaza de fragmentación del mundo en dos bloques... Entonces como ahora, el tema a debate no es otro que el modelo de sociedad que queremos para este nuevo siglo.
La buena noticia es que hay un común acuerdo, la humanidad enfrenta profundos desafíos, que incluyen la desigualdad, la fragmentación social y un colapso generalizado de las instituciones. La no tan buena es que no somos capaces de alcanzar puntos de encuentro, de lograr acuerdos, de hacer política (Hanna Arendt).
Estas crisis resaltan la necesidad de reconsiderar los principios fundamentales de nuestros sistemas económicos y sociales. Y esto sólo se logra integrando discrepancias, creando puntos de inicio, recorriendo juntos el camino de la incertidumbre.
En el centro de esta revaluación se encuentra el concepto de comunidad humana, idea profundamente arraigada en el pensamiento de D. José María Arizmendiarrieta.
“El éxito de los grupos humanos, especialmente aquellos que se aíslan de la comunidad en general, es en última instancia limitado si no logran conectarse con sus comunidades locales y abordar sus necesidades. Como sugirió D. José María, las comunidades no son sólo grupos de individuos sino espacios vitales para el florecimiento humano” (Larrañaga, 1981).
Un concepto amplio de comunidad humana, donde el éxito no trata sólo de alcanzar objetivos económicos sino también de construir comunidades fuertes, éticas y colaborativas.
Se trata de volver a una política para la persona y para la sociedad. Una política que encuentra su criterio básico en el bien común, “como bien de todos los hombres y de todo hombre, correctamente ofrecido y garantizado a la libre y responsable aceptación de las personas individualmente o asociadas” (Juan Pablo II).
Y se trata de avanzar hacia una economía que reemplace el concepto de “bien total” en el que lo que importa es el balance o suma final, caiga quien caiga, se quede atrás quien se quede atrás, por el concepto de bien común. La economía no deja de ser una actividad social y relacional en la que las personas crean, intercambian y comparten bienes económicos. De ahí que una economía carente de ética sea insostenible (Caritas in Veritate). Puede funcionar para unos pocos, pero no funciona para los muchos, no funciona para la sociedad.
Si pretendemos el progreso, debemos transformar nuestro enfoque: abandonar el individualismo en favor de la cooperación, superar el egoísmo para buscar el beneficio colectivo y evolucionar desde un sistema económico meramente transaccional hacia uno fundamentado en la ética y la responsabilidad social. Cuando reintegramos los aspectos sociales y éticos en nuestras actividades económicas, abrimos la puerta a un mundo más equitativo y sostenible. Este planteamiento no es una simple utopía, sino que se arraiga en el reconocimiento fundamental de nuestra naturaleza: somos seres inherentemente sociales, que alcanzamos nuestro máximo potencial en entornos comunitarios caracterizados por el apoyo mutuo y el estímulo recíproco.
Miembro Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa