Las Olimpiadas podrían ser el símbolo de la utopía de la fraternidad, pero los Juegos de París son lo más blindados de la historia ante la amenaza terrorista. Podrían ser un evento de patriotismo global, pero en ningún otro acontecimiento se dan cita más banderas nacionales. Podrían ser canto de libertad, pero ahí están China, Cuba, Corea (¡y menos mal que no está Rusia!) para afirmar deportivamente sus sistemas totalitarios. Podrían ser una fiesta de concordia, pero todo es aplastar al rival o morder el polvo. Podrían ser una aventura donde lo importante fuera participar, pero el medallero proclama las diferencias. Aquí el oro y la plata cotizan lo mismo que en el mercado de metales preciosos de Londres. Podrían ser un espacio de bandera blanca, pero brillan los logos de prendas deportivas y dioses del consumo, que patrocinan esta historia. Ciertamente, son un espectáculo mundial, pero no universal. Dejémonos de poesía. Francia se lo ha montado como gran campaña de imagen. Es lo que fue la inauguración, cuajada de intenso chauvinismo, húmeda y romántica sobre el Sena y con Céline Dion al borde del patetismo. Memorable su globo de fuego. París no es la ciudad del amor ni de la luz, ni la grandeur, ni una novela de Víctor Hugo: esos son arcaicos eslóganes. Es una ciudad seductora, pero ombliguista y con un sinfín de dramas sociales. Lo que el espectador no sabe es que las retransmisiones se hacen con un preventivo retardo de diez segundos para evitar que atentados o hechos graves lleguen a los televisores. ¿Batirá París el récord de tres mil millones de espectadores alcanzados por Tokio en 2021? Creo que sí, porque todo es más grande, aunque no mejor. Sube la dimensión, pero se reduce la esencia. Al mundo le sobran símbolos porque le faltan realidades.