Siempre manifestó, con esa solemnidad tan característica, que nunca pudo imaginar mayor honor que servir a la sociedad vasca.

Cumplidas tres legislaturas de abnegado desempeño casi sacerdotal, comienza el tiempo de descuento para Iñigo Urkullu tras anunciar las elecciones del 21 de abril que auparán a la Lehendakaritza a un nuevo inquilino, el sexto desde el ocaso franquista.  

La pregunta clave en la hora del relevo institucional radica en si quien se retira deja el objeto de su responsabilidad, en este caso Euskadi, mejor que como lo encontró.

Más allá de ideologías, y aun con las críticas concretas que de forma legítima puedan formularse, una perspectiva mínimamente imparcial –hasta donde quepa la pretensión de neutralidad– solo puede concluir que la sociedad vasca ha avanzado bajo una presidencia de Urkullu que se salda con 121 leyes aprobadas.

Sirvan como ejemplos que Euskadi registra la mitad de tasa de paro que en 2012, la creciente cohesión ciudadana de este territorio diverso y además plural, o la pacificación a la que tanto aportó de una sociedad que va superando las décadas de plomo pero con la herida todavía abierta de las víctimas de la violencia.

En un contexto general de bienestar al que ha contribuido de manera decisiva la vigorización del autogobierno aún por completar, con los traspasos de Cercanías, homologación de títulos y acogida de inmigrantes como postrera herencia de Urkullu en materia competencial.

Quedan para el sustituto desafíos tan serios como el reto demográfico, el cambio climático o la integración humanista de la Inteligencia Artificial, preservando el marco de pujanza económica para un progreso equilibrado entre vectores de población y sostenible en lo medioambiental, con refuerzo de los servicios públicos esenciales en protección de los colectivos más desfavorecidos. 

Lega Urkullu también un sello de político riguroso y discreto que ha conducido al Gobierno Vasco por la senda de la máxima responsabilidad, sin promesas vanas ni hipotecas de futuro, y en circunstancias tan duras como una pandemia. Una impronta política trascendente siquiera por contraste con el entorno –y por el aura de recta elegancia de la que ha revestido a la figura de lehendakari para quien le suceda– que ha redundado en una apuesta terminante por la estabilidad.

La base del desarrollo socioeconómico como generador de confianza, la que asimismo se ha ido aquilatando entre PNV y PSE para consolidar una gobernanza desde la centralidad pragmática y pactista. Con visos de tornarse en estructural frente al rupturismo de EH Bildu, aunque ahora lo atempere.    

De esa complicidad, aun desde las naturales divergencias, ha dado fe pública Eneko Andueza, quien descarta que el PSE vaya a gobernar con EH Bildu o a investir a su aspirante a lehendakari.

Con similar nitidez, el candidato jeltzale Imanol Pradales apunta al socialismo como socio inequívoco en Lakua. Nada haría más feliz a Urkullu. El hacedor silencioso y prudente, el vasco honrado de servir a su pueblo tan bien como ha sabido. Y podido.