Terminó el Mundial de Catar. Voy a ser franco. No he visto ni uno sólo de los partidos. Ojo: es imposible huir del Mundial porque acapara todos los titulares televisivos, radiofónicos, impresos e incluso las redes sociales. Vas a un bar y ahí lo tienes en los televisores. Pero no he visto ninguno de sus partidos. Porque me aburro soberanamente. Y en el caso de este Mundial es más relevante, porque ha supuesto la plasmación de muchas cosas que, sinceramente, me repugnan. Los tejemanejes y corruptelas desvelados en su designación como sede, el desprecio por la vida de quienes construyeron esos estadios, etc.

Podría concebir idolatrar a una persona por lo que hace o es capaz de hacer. De hecho admiro a gente de la música, del arte, de la arquitectura, del pensamiento, etc. Pero confieso que no profeso admiración por ningún futbolista. No veo demasiado mérito ni empatía en ellos y sí los emolumentos obscenos de algunos.

Vi algunos destellos de esperanza al principio del Mundial que se colaron en esos titulares de los que no escapas. La negativa de la selección de Irán a cantar su himno, vista la represión contra las mujeres de su país. La rodilla al suelo de los ingleses contra el racismo. Los alemanes que se tapan la boca en protesta por la prohibición arbitraria catarí de brazaletes con el arcoíris.

Pero todo eso se ha quedado en destellos efímeros que se han perdido en el tiempo, como lágrimas en la lluvia ante el hecho de que el futbolista iraní Amir Nasr-Azadani fuera condenado a muerte por apoyar las protestas en favor de los derechos de las mujeres en su país y que no mereciera el más mínimo gesto en los últimos partidos de este infausto trofeo. Y no voy a hablar de esa masa que cree que su equipo o país es mejor o peor por ganar o perder un partido, y que repite esa falsa letanía de que política y deporte son dos cosas distintas. Los distintos juegos olímpicos y torneos internacionales siempre han sido política. Como todo lo demás.

@Krakenberger