Resulta dramático comprobar como el ejercicio del poder, incluso en una democracia, transfigura a quien lo ejerce hasta el punto de contradecir los más elementales derechos que la configuran y atentar contra la libertad individual y colectiva.
La llamada “transición española” no dejó de ser una incorporación de la libre configuración de partidos políticos, radicalmente prohibidos por la dictadura, pero manteniendo toda la estructura de los aparatos franquistas en los ámbitos policiales, militares y judiciales. Es decir, en los poderes del Estado.
Esto ha generado, en muchos de ellos, mantener una “cultura” ultraconservadora que no ha terminado de asumir los principios democráticos. Aunque, en parte, no les haya quedado más remedio que convivir con ellos sin compartirlos. Y que impregnaba a muchos de los miembros de esos poderes del Estado que subsistieron con ideas e incluso prácticas como en el régimen anterior.
El propio golpe de estado de 1981 no triunfó como tal, pero, indirectamente, dejó un reguero de consecuencias en forma de limitaciones competenciales y auténticas “transfiguraciones” en el ejercicio del poder, tanto de dirigentes como de decisiones. La evolución a la baja del recién creado “Estado de las Autonomías”, combatido entonces y ahora por muchos de aquellos nostálgicos del franquismo y muchos “conversos” a consecuencia del miedo que produjo en ellos el golpe, es el mejor ejemplo de ello.
Porque las autonomías no surgieron por la reivindicativa presión de los castellano leoneses, manchegos, murcianos e incluso andaluces, etc., por su autogobierno, sino por la necesidad de afrontar la legítima aspiración nacional de vascos y catalanes, pero tratando de desdibujarla con la extensión del modelo a otros territorios agrupados con más o menos fundamentos históricos. Y el miedo a la evolución del ejercicio del autogobierno en esas dos comunidades, ha justificado la proliferación de leyes recortadoras de las competencias autonómicas sabiendo que las otras comunidades no van a clamar contra ellas. Y el uso y abuso del politizado Tribunal Constitucional, configurado a imagen y semejanza de los partidos predominantes excepto, precisamente, en las comunidades vasca y catalana, ha completado la labor.
Que en ambas comunidades una mayoría social y política reclame la independencia es una consecuencia natural de su propia trayectoria histórica. Y negar el ejercicio de su derecho a la Autodeterminación por el procedimiento de impedir que se pronuncien en su ámbito en el correspondiente referéndum es una acción antidemocrática. Y tratar encima de criminalizar a sus dirigentes elegidos democráticamente para y por impulsarlo, una violación de las más elementales condiciones para la convivencia social.
Algo así trata de justificar Rusia en su invasión de Ucrania: considera que ese territorio es de su ámbito y la justificada indignación que levanta su cruenta intervención, debería hacer reflexionar sobre la facilidad con que se acepta la negativa a ejercer la autodeterminación que asiste a vascos y catalanes. ¿O es que hemos olvidado los difíciles procesos vividos por los países bálticos o la “guerra de los Balcanes” que no eran sino proceso de autodeterminación negados más o menos cruentamente por los poderes de la época?
Por eso es tan grave el deterioro democrático que representan las palabras de la ministra. Y máxime si todo ello va unido al poder que se ve que han mantenido personajes como Villarejo. Que no solo es lo que hizo sino el cómo el con qué y el con quién lo hizo. ¿Cuántos Villarejos parecidos hay en los poderes del Estado?
Sabido es que, hasta ahora, el franquismo parece que no tenía herederos. De un tiempo a esta parte empieza nuevamente a dejarse ver hasta con cara propia impulsando incluso la creación de un partido político que absorbe toda la serie de ideas y personas de asociaciones, fundaciones y otras estructuras que han estado haciendo la labor del “tardofranquismo” durante años. Y que, si de ellos dependiera, suprimirían el régimen de libertades que les permite existir, como hicieron en la dictadura.
La democracia no es un valor innato a las personas. Precisa de una actualización permanente y exige un compromiso muchas veces valiente.
Porque perderlo es, al parecer, demasiado fácil. l
* Abogado