sí, con el énfasis de las admiraciones, como grito, como súplica de un derecho que ha costado siglos llevarlo a ley, este sería mi lema del propósito social de la eutanasia: ¡Dejadles morir en paz! Para una cultura como la nuestra, condicionada por la tiranía moral de la Iglesia católica y otras confesiones, temerosa de la certeza inexorable de la muerte como parte de la vida, este es un gran avance y el comienzo, sin ocultaciones ni prácticas hipócritas, de una forma digna y madura de afrontar el final humano. Llama la atención que un hecho tan doloroso, y por tanto urgente y necesario, tenga tan poco respaldo en el mundo, donde solo un puñado de países lo reconocen con diferentes versiones y en algunos casos como suicidio asistido para eludir a la clase médica, atrincherada tras el viejo Hipócrates. El miedo a la realidad -la cobardía más vieja de la historia- es el causante de esta fragilidad e insensibilidad democrática, lo que se contrapone a la gran cantidad de naciones que mantienen la bárbara pena de muerte como acto de justicia.
Como era previsible, la derecha y la ultraderecha, así como la jerarquía religiosa que nos aturde con sus mitos de polilla y purpurina, han presentado recursos contra una ley que entró en vigor el pasado 25 de junio. ¿Por qué son siempre los privilegiados de un sistema desigual y los vigilantes del espíritu quienes frenan cambios y reformas? ¿Por qué obstaculizan que cada ser humano tenga capacidad de elección de principio a fin? ¿Por qué esa obstinación en impedir enfrentarse a los estragos del azar, si es algo que afecta por igual a ricos y pobres, creyentes y agnósticos? En el colmo de la desvergüenza ética, el PP ha puesto frente a la ley de eutanasia a las miles de víctimas del coronavirus. Ya conocemos por aquí a los de Pablo Casado en su carroñera tradición de convertir a los muertos en votos.
Se proclama la eutanasia como derecho, no como obligación, de manera que quien quiera para sí o para las personas a su cargo un ilimitado periodo de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”, puedan continuarlo en conciencia. Y a la vez, ofrece seguridad jurídica, recursos y procedimientos para que ante “enfermedad grave e incurable”, causantes de un sufrimiento físico o psíquico intolerables, se acepte poner un fin decente y compasivo a una vida que así, deshumanizada al extremo, había terminado de tener sentido.
La gran aportación de la ley es que, sin forzar a nadie a vivir vegetativamente, posibilita un honroso fin, bajo estrictas garantías de que morir o dejar morir no constituya un delito, sino, por el contrario, se asuma como un acto generoso, valiente y socialmente válido, bien comprendido en el seno de las familias. Hasta los más recalcitrantes en lo ideológico y religioso aceptan esta respuesta, aunque callen fingidamente, cuando lo único y más íntegro es escoger entre la compasión y la crueldad. No es caridad, es un derecho entre los más elevados de los derechos humanos, morir sin la desalmada prolongación de la agonía.
Recuerdo que la reciente película norteamericana La decisión planteaba la historia de Lily, encarnada por la gran Susan Sarandon, quien, enferma de ELA, recurre a la eutanasia para terminar su padecimiento con la ayuda de su marido e hijas. Yo también quisiera para mí una salida y un apoyo iguales, respaldados por ley, llegado el trance de muerte dolorosa, despiadada y sin salida.
Ciertamente, las cosas no son simples; pero no por eso han de eludirse si nos consideramos seres inteligentes y responsables en una sociedad equilibrada. ¿O vamos a seguir bajo la tutela moral de credos y organizaciones supremacistas? La única alternativa -parcial- a la razón de la eutanasia son los cuidados paliativos, cuya misión es prevenir y reducir los síntomas y efectos de la enfermedad y los tratamientos. Creo que la sanidad pública puede y debe poner más recursos humanos y científicos para atacar el dolor en todos sus frentes. Pero quienes saben de estos asuntos reconocen sus limitaciones ante el sufrimiento de la enfermedad terminal. Los paliativos no son un misticismo, ni herederos laicos de la resignación cristiana. Son nada más -y nada menos- que una meritoria aportación de la ciencia médica que no puede resolverlo todo y no debería anular, en nombre de la medicina, la solución de la eutanasia y su versión del suicidio asistido.
¿Pueden los paliativos requerir a un paciente terminal, con sufrimientos físicos y psíquicos insoportables, que se comporte como un héroe y resista todo durante años hasta la cruel consumación de la enfermedad? ¿Dónde queda la empatía médica ante las muchas limitaciones de los tratamientos paliativos? Lo paliativo busca “atenuar o suavizar los efectos de una cosa negativa, como un dolor, un sufrimiento o un castigo”. Y sí, llegados a este punto, la vida es un castigo brutal. Nadie quiere morir, pero esta es una elección razonable y autocompasiva que deberíamos dejar en manos de la libertad individual y al amparo garantista de las instituciones democráticas. Y porque principalmente no alcanzan ni de lejos toda la complejidad de nuestra naturaleza personal, los cuidados paliativos jamás resolverán la pérdida de la dignidad humana a la que conduce la dolencia incurable e intratable, con los prolegómenos de la dependencia, ya de por sí demoledora de la libre autonomía.
En el debate parlamentario los detractores de la regulación de la eutanasia hicieron hincapié en el riesgo de abusos, como los ocurridos en Holanda en la práctica de esta salida vital. Se han generado sospechas sobre muerte asistida, aduciendo un propósito calculado del Estado para liquidar a las personas mayores y los enfermos crónicos. Es la vieja táctica del miedo que han usado por sistema las religiones y las creencias dogmáticas que declaran a Dios propietario de nuestra vida. Curiosamente, los más cercanos a las ideas totalitarias, asimilan la eutanasia a comportamientos nazis en la destrucción selectiva. Nada más elocuente que un nazi para hablar de lo que fue su pasado y sus disfraces presentes, algunos de los cuales percibimos en Vox.
Si los abusos en cualquier derecho fueran razón para negarlo, estaríamos aún en la edad de piedra y gobernados por caudillos. ¿En qué ámbito no han existido transgresiones y arbitrariedades? ¿Cuánto mal se ha causado en nombre de la libertad y la paz? ¿Los abusos sexuales y la pederastia que sacudieron a la iglesia católica invalida para los creyentes su sentido? Lo cierto es que la ley, con sus carencias y tardanzas, ofrece suficientes garantías para que la eutanasia se aplique con la responsabilidad que es común en nuestra sociedad.
La ley que legaliza la eutanasia ha tenido en el senador de Geroa Bai, Koldo Martínez Urionabarrenetxea, a un auténtico paladín, intentando mejorar un texto con múltiples deficiencias. Suyas fueron las enmiendas más sustanciales. Como médico y experto en bioética, trató de que no recayese en los profesionales de enfermería, sino en los doctores, la administración del fármaco letal y que se regulase el suicidio asistido. “¿Por qué les da tanto miedo mencionar el suicidio asistido? ¿Por qué? Eutanasia y suicidio asistido son ambos ayuda para morir”. Tenía razón. En la película arriba citada, Lily pide a su esposo e hijas que se marchen de la casa y no regresen en unas horas. En este intervalo, ella misma, aquejada con los primeros síntomas de la maldita ELA, se toma la droga que la salvará del sufrimiento y la angustia y evitará problemas penales a su familia. Algo así procuró, allá en 1998, Ramón Sampedro, a quien recordamos como un formidable pionero de la muerte digna. No, no estamos en manos de Dios, sino en las nuestras propias -y del azar- para vivir intensamente y morir sin la condena de una salvaje e inútil agonía y la previa deshonra de la dependencia.