os números de la pandemia en el Estado español dan como para regresar a un confinamiento general. Esa es la gran verdad. Si no se decreta la medida es por no perjudicar aún más a la actividad económica, productiva, comercial, del turismo y del ocio. Esto quiere decir que, entre economía y salud, llegados al extremo de tener que elegir, la elección de las instituciones que gobiernan es mantener todas las actividades abiertas y a partir de ahí hacer todo cuanto se pueda por la salud pública. Sus argumentos son poderosos, sin duda, pero confirman la validez del debate en el que hay posiciones encontradas. No es un debate falso. Elegir lo uno o lo otro marca la diferencia.
Para justificar su posición, las instituciones que gobiernan machacan una y otra vez la idea de que el coronavirus ha venido para quedarse y hemos de acostumbrarnos a vivir con él. Sin embargo, parece ser que países asiáticos han elegido la vía de tratar de “dominar” el virus mediante un combate total que incluye confinamientos masivos. La apuesta asiática es no dar tregua al virus, no bajar la guardia en ningún momento con desescaladas precipitadas y hacer que la ciudadanía cumpla con las normas. Una vía que se diferencia de lo ocurrido en el Estado español, donde la ansiedad por la normalidad llevó a una desescalada precipitada, inmadura, que ha traído nefastas consecuencias.
La actividad económica es la sangre que recorre el cuerpo social y prescindir de ella o debilitarla nos preocupa tanto que mucha gente prefiere arriesgar la vida, con argumentos válidos pero retóricos como “o morimos del virus o de hambre” u otros más altruistas como el de dejar un país solvente para las nuevas generaciones. No, no es nada fácil gestionar con equilibrio y acierto salud y economía. Pero creo que es verdad que asumiríamos de mejor grado la apertura de todas las actividades económicas con sus riesgos, si las instituciones, globales y locales, enfocaran su esfuerzo en la dirección de una reconstrucción o refundación del modelo económico, no para ir a una llamada nueva normalidad que en realidad es la vieja con mascarilla, más lavados de manos y contagios masivos.
En todo caso, no es verdad que nuestras sociedades europeas no tengan recursos para resistir un nuevo confinamiento. Más allá del apocalipsis, somos una sociedad con muchos recursos, lo que ocurre es que la riqueza se concentra en pocas manos, y eso no se cuenta. Si nos fijamos en el estado español, hay mucha reforma fiscal que hacer; mucho fraude que eliminar; mucho dinero en paraísos fiscales; mucho dinero que los bancos deben devolver. Si al menos el sacrificio de compaginar virus y economía sirviera para recomponer una sociedad dañada por la desigualdad, redistribuyendo mucho mejor, y para levantar un nuevo modelo económico más justo y más humano, el riesgo merecería la pena. Algo así sería posible poniendo la riqueza al servicio del conjunto de la sociedad.
Pero parece que la dirección que llevamos es de vuelta atrás, para recuperar un modelo en el que el latrocinio siga campando a sus anchas. Para eso no deberíamos arriesgar nuestra salud. De tal manera, toda la lógica que trata de demostrar la importancia suprema de la economía, oculta que se trata de volver al reino del neoliberalismo, ese modelo que ha debilitado los recursos del Estado y sus políticas públicas, entre ellas el sistema público de salud, lo que sigue haciendo durante la pandemia.
Hacia dónde vamos lo desvelan hechos como que en medio de la tragedia se desarrolla una brutal guerra entre farmacéuticas, laboratorios, elites científicas y gobiernos, por ver quien gana la carrera de la vacuna. En la batalla por el negocio nos hacen llegar mensajes contradictorios, opiniones sesgadas y sospechosas. La gente normal y corriente estamos hasta el gorro de tanta manipulación, de las medias verdades, de la opacidad, de lo que se dice y de lo que no. La ciencia debería coordinar mejor sus esfuerzos y a ser posible sus mensajes. Que más de 140 investigaciones se peleen para obtener la vacuna, es de todo punto excesivo. Se huele el negocio y ninguna empresa farmacéutica se lo quiere perder. Estas guerras que no vemos, pero sentimos, generan confusiones que abonan el terreno al negacionismo y a los incívicos que incumplen las normas que deben protegernos a todas y todos. En el río revuelto todos quieren pescar.
Por cierto, puedo entender, pero no aceptar, que para quienes se trata de volver a la vieja normalidad, sea tan importante mantener abiertas todas las actividades, incluidas la no esenciales. Y es que se trata de un modo de vida que mucha gente no está dispuesta a cambiarla por otra más recogida en la que también se puede gozar. Lo estamos viendo en los comportamientos ante el virus. Sólo la amenaza de sanciones económicas hace posible que la mayoría llevemos mascarilla. Ni siquiera la sanción social del afeamiento sería eficaz, antes bien seguro que activaría enfrentamientos no deseados, entre prudentes y bolsonaros.
La responsabilidad individual es decisiva en el comportamiento del virus, y en este punto vivimos un gran fracaso social. Se obvia algo tan elemental como que lo individual es colectivo. Es lo que hay, una humanidad que se ahoga en su propia arrogancia. Este no es un debate entre valientes y cobardes, lo es entre irresponsables que no quieren enterarse del alcance de la tragedia, y otros que si son responsables y entienden que lo individual y lo colectivo van de la mano, y que cada incumplimiento individual es un atentado contra la comunidad.
El momento que vivimos es particularmente grave, pues el fracaso social incluye el cuestionamiento de la ciencia que ha permitido a la humanidad superar etapas en las que se buscaban explicaciones imposibles a fenómenos naturales y a enfermedades letales. El negacionismo es el refugio del simplismo que, en la búsqueda de un culpable fuera de nosotros, se suma a causas conspirativas.
De las instituciones cabe decir que van por detrás del virus, resistiéndose a tomar medidas que finalmente acaban tomando, en un proceso de demasiados tiempos perdidos. Algo se está haciendo mal y una y otra vez llegamos tarde. Tuvimos el confinamiento más duro de Europa y ahora batimos el récord de contagios. ¿Cuál es la explicación? ¿Son nuestros dirigentes políticos personas capacitadas? Estoy de acuerdo en que debe gobernar la política, no la ciencia, pero lo triste es que la política está trufada de comportamientos sectarios. De manera que estamos atrapados. Lo que ocurre en el Congreso de los diputados es de vergüenza y no parece tener remedio.
La vida es lo más preciado que tenemos. Si no hay vida, no hay nada. Ni amaneceres ni puesta de sol, ni cielo estrellado. Nada. Ni siquiera mercado, ni libre ni del otro. ¿Qué tal si ponemos por delante el cuidado de la vida y a partir de ahí impulsamos una nueva economía?