e fascinan las historias con final feliz, ayudan a subir el ánimo, se aprende que pese a las penalidades hay momentos y giros que devuelven el argumento al cierre esperado. Es una forma, hay otras, de crear seguridad. Las pandemias no figuran en este catálogo, tienen un lugar en la historia: la gripe española, antes fue la peste negra, más cercanas el ébola, el SARS, la gripe aviar... Las dudas sobre la enfermedad estaban, la epidemia global formaba parte del catálogo de lo posible, pero no de lo probable: cuando se la citaba casi, casi, se la derivaba al apartado de literatura de catástrofes.
Costó entender en el tiempo acelerado en el que se vive que lo que se inició en China hace poco más de tres meses, hoy pone patas arriba nuestras formas de vida, impacta hasta extremos no previstos en los sistemas sanitarios, modifica el discurrir cotidiano e instala en nuestras vida el miedo, la inseguridad y la incertidumbre. Y no sólo por lo que se conoce, sino por el temor a lo que viene después. Los escenarios diarios enfrentan percances inesperados, el miedo y el temor penetran hasta la costura de las sociedades y transportan sensaciones desconocidas, desasosiego; el principio de precaución lo inunda casi todo. La incertidumbre se ubica en el centro de las sociedades y emite preguntas para las que no hay respuestas evidentes; no estábamos preparados para comprender lo que llega y no conocíamos los efectos. Los medios de comunicación y las agencias especializadas tienen tres registros: Uno, infórmate y conoce el mal; dos, protégete; y tres, lee las consecuencias no queridas y no previstas. La teoría de los cisnes negros (Nassim Taleb) se verifica empíricamente, no se la esperaba, nadie la había invitado, pero llega y provoca consecuencia que transforman la vida. Hasta dónde llega, hasta cuándo o cómo son tres cuestiones de difícil pronóstico. Hay incógnitas por despejar para atisbar el cuadro más fiable.
Habrá que esperar para dar cuenta de todo, pero algunas cuestiones son relevantes. Hemos aprendido, por ejemplo, y es la dura enseñanza para los muchos defensores del neoliberalismo, que el mercado y la iniciativa privada requieren del Estado, del poder de la iniciativa pública, dispuesto a intervenir y reordenar las quiebras del mercado y la iniciativa privada. Descubrimos, una vez más, que a la Unión Europea (UE) le cuesta mucho reaccionar y que las políticas concretas que se crean son producto de la acción de los Estados. Se descubre que en la UE el juego y el poder de los Estados vuelven hacerse cargo de las iniciativas a tomar y que el papel del Gobierno europeo -no digamos nada del Parlamento- es secundario, como si se volviese a tener que hablar del rol de Alemania, de Holanda, de Dinamarca, de Austria, de Italia, España o Polonia, por citar algunos de los miembros, quizá para recordar que renace el Leviatán, o quizá recuerda que los Estados y el poder que albergan no se fue nunca. Las consecuencias remiten a dos preguntas: ¿qué queda del sueño europeísta? ¿Y de las formas concretas de ejercer el poder en la UE? Estas cuestiones son dos enigmas.
Las consecuencias son relevantes, una vez más -ya se había visto en el 2008- los mecanismos de solidaridad europeos son frágiles y es llamativo que en la actual tesitura el país que ofrece ayuda y conocimiento experto es China, mientras que el aliado europeo por excelencia -Estados Unidos- cierra sus fronteras y decide que sólo existe lo que está dentro y con muchos matices, mientras que los de fuera o no existen o no tienen relevancia suficiente. Las consecuencias para el futuro de las alianzas que configuran el mundo desde la II Guerra Mundial y la nueva geopolítica no se le escapan a nadie. El hecho es que China mira a Europa y se presta a dar ayuda sanitaria, sobre todo, a Italia y España. No se sabe qué recorrido tendrá, pero es significativo.
Ocurre otro tanto con los liderazgos en los que confía la ciudadanía. Los líderes, al margen de la procedencia, dudan, aturdidos por problemas para los cuales o no están preparados o no terminan de entender. No se oyen voces claras, rotundas, esas que ofrecen respuestas singulares, atrevidas, que arriesgan el statu quo y huyen del conservadurismo de las respuestas. Los liderazgos no emergen sólo desde la política, es momento para que grandes capitanes de la economía, las finanzas, el deporte, la música o la cultura hablen y trasladen empatía y ayuda a los que sufren las múltiples consecuencias de la pandemia: el cierre de sus negocios, empresas, la pérdida del empleo... a los que viven la vida angustiados o se refugian en el miedo y el temor. Sería bueno escuchar de forma clara y nítida el compromiso con los afectados y la traducción de sus palabras en acciones concretas y planes de ayuda. Hay que garantizar que la voz y las necesidades de los sectores más débiles vayan a ser, esta vez, escuchadas y atendidas. No debiera reproducirse la situación que quebró después de la crisis del 2008 a algunas sociedades en las que millones de personas, países enteros, fueron ocupados por la falta de respuesta a los problemas. Las voces del desaliento deben encontrar salidas; hay poder económico, social y político suficientes para hacerlo, capacidad para escuchar, atender y herramientas económicas, fiscales, políticas y culturales para ocuparse de los desempleados, de la mejora de los servicios públicos -baste citar los déficits sanitarios o la situación de muchas residencias para personas mayores-, lo que debe obligar por decencia pública a tomarse en serio que sin buenos y decentes servicios públicos la cohesión social es más difícil y la equidad, el sueño imposible.
Olvidarse o reducir la inversión en sanidad, o hacer experimentos con ella pensando que ahí hay un nicho de negocio que genera beneficios, suele tener malas consecuencias; sobre todo si hay que enfrentar situaciones para las cuales el experimento no está ni pensado ni preparado y resulta desbordado por la situación que se viene encima. No pueden los presupuestos públicos rebajar la inversión en sanidad; estamos en una sociedad cada vez más envejecida, con más necesidades para generar recursos e invertir en realidades que son el presente y el futuro inmediatos.
Otro tanto ocurre con la inversión en ciencia, conocimiento e investigación. En el mundo actual no tienen viabilidad aquellos países que se olvidan de que si hay un hecho relevante y significativo es la necesidad de la investigación; tener un buen sistema científico es el a priori básico de las respuestas que quieran aportarse a la complejidad de la sociedad, sabiendo que cuanto más se incrementa, más vulnerable.
Las sociedades coherentes y libres disponen de tres recursos básicos para estas situaciones: El primero, la ciencia, la investigación y el conocimiento tecnológico; el segundo, la gestión de las emociones de los ciudadanos (miedo, temor, ira, incertidumbre, etc) y el conocimiento social capaz de entender y enfrentarse con estas realidades; y el tercero, las redes de ayuda, apoyo mutuo y solidaridad que nos vinculan a unos con otros y que son la demostración de la importancia que tiene para la democracia y la vida ciudadana el poder de los encuentros interpersonales y los vínculos que atan y cosen unos individuos a otros.
Sin ciencia, sin gestión eficaz de las emociones y con un grado bajo de solidaridad, las sociedades se quiebran por sus centros neurálgicos. Éstas son situaciones donde todos pierden. La pandemia de coronavirus obliga a abrir el mundo a preguntas que quizá no estén, todavía bien formuladas, pero que se abren camino. Hay que repensar, por ejemplo, si los caminos habituales de la economía son los más adecuados, si no hay que incorporar a ellos compromiso social, si la solidaridad europea debe seguir siendo el sueño prometido o puede transformarse en realidad necesaria, si la vulnerabilidad de las sociedades no debe enfrentarse con las aportaciones del conocimiento científico teniendo en cuenta la gestión de las emociones, los vínculos sociales, la pugna contra la desigualdad, escuchar la voz y encontrar la salida para los que habitualmente se quedan fuera. Se quiere que la reforma sea la parte sustancial de las herramientas que contiene la caja con la que se debe transformar la realidad. Hay oportunidades para pensar de nuevo cómo somos y dónde estamos. La duda, como casi siempre, es si se verá la oportunidad o si ésta volverá a ocultarse por exceso de tactismo o por el pragmatismo insolvente, propio de sociedades complejas, densas en sus intereses pero incapacitadas para aceptar la novedad y las posibilidades nuevas. Visto lo visto, tampoco rechazaría que esta segunda vía pueda ocurrir. En ese caso, se habrá perdido una nueva oportunidad. Y quizá el mundo, superada la pandemia, se consolará llorando a los muertos y esperando a la siguiente; muchos perderán y unos pocos ganarán, siempre ganan.
El autor es catedrático de Sociología UPV/EHU