La decisión del Gobierno Rajoy de desoír las recomendaciones del Consejo de Estado y presentar recurso de impugnación ante el Tribunal Constitucional contra la candidatura a la presidencia de la Generalitat de Carles Puigdemont, admitida por la Mesa del Parlament de Catalunya, sitúa al propio TC ante un dilema: deberá elegir entre preceptos del derecho fundamentales en democracia y contemplados en la propia Constitución o evidenciar la ausencia de independencia judicial tantas veces denunciada y retorcer la interpretación de las leyes para plegarse a los designios de quienes deciden la mayoría del Constitucional mediante la designación de sus miembros. Sea mediante la suspensión cautelar de la investidura, de difícil remedio posterior, o mediante una decisión que la impida. No en vano, el derecho de sufragio, es decir, el derecho a votar y ser votado, está preservado por la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, que en su artículo 3.1.a solo lo limita en el caso de “los condenados por sentencia judicial firme”, inexistente aún en el caso de Puigdemont, quien incluso de ser detenido por los delitos de rebelión y sedición que le achacan “podrá ejercer los derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales, sin exclusión del derecho de sufragio”, según el art. 3 de la Ley General Penitenciaria. La propia Constitución, en su art. 25.2, preserva para quien cumple pena de prisión los derechos fundamentales contemplados en su Capítulo II y entre ellos el que estipula el art. 23.2, de “acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos”. Al obviarlo, Rajoy y quienes desde posiciones que hasta hace no tanto se decían progresistas editorializaban ayer mismo para “impedir la investidura” por ser “no solo un objetivo políticamente deseable y jurídicamente legítimo sino una obligación inexcusable” muestran un enorme déficit democrático y la falsedad de la apelación al cumplimiento de la ley que esgrimen. Puigdemont -cierto y grave- arriesga la continuidad del art. 155, sus efectos en el autogobierno y la imagen e integridad de las instituciones catalanas al resguardarse tras su investidura. Pero pone ante un dilema al Tribunal Constitucional. Si responde de nuevo a directrices políticas, dañará irremediablemente la independencia de la justicia y la base de una democracia ya cuestionada. Y si no lo hace, dejará a Rajoy sin argumentos contra la investidura.