como era predecible, tres semanas después de los atentados de Barcelona y Cambrils los únicos ecos de la masacre que le llegan a la ciudadanía son reproches partidarios, a la espera del próximo ataque. Sin embargo, siguen pasando cosas, y de hecho estamos en un momento de cambio, quién sabe en qué dirección. En Oriente Medio, epicentro de este terremoto, Arabia Saudí y sus aliados le hacen bullying a Catar y le acusan de terrorismo por acercarse a Irán, ese país que atacó en junio el Estado Islámico con tal audacia que sus soldados fueron capaces de entrar en el Parlamento armados con fusiles de asalto. En Siria e Iraq el Dáesh pierde terreno, y se especula con un traslado del califato a Libia, nación que no existe porque la arrasamos hace seis años y que está bastante más cerca de nuestras calles peatonales que Raqqa o Mosul. En Filipinas los islamistas pelean de tú a tú con el ejército, y en África Boko Haram ya opera también en Camerún. Mientras, aquí ponemos maceteros gigantes por doquier y, paradojas de estos extraños tiempos que nos ha tocado vivir, exportamos la guerra santa al Magreb. Gente que hace solo tres años montaba fiestas de la espuma, se declaraba soberanista catalana o intervenía en mítines del PP cruza ahora la valla en sentido inverso para predicar la verdad revelada.
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