El debate público abierto por algunas formaciones políticas de ámbito estatal respecto a una posible reforma de la Constitución más de 38 años después de que fuera aprobada -no así en Euskadi, donde en 1978 solo la apoyó un 30% del censo electoral- se puede considerar un paso adelante en cuanto a que elimina el dogma de la inmutabilidad constitucional que había dominado la política española en las últimas décadas pese a que la llamada Carta Magna ha sido ya modificada en dos ocasiones: en 1992 para adaptarla a las exigencias del Tratado de Maastricht y en 2011 para modificar el art. 135 estableciendo en el texto el concepto de estabilidad presupuestaria. Sin embargo, ese debate ni siquiera llega a esbozar los planteamientos y objetivos de la mencionada reforma, planteamientos y objetivos que, en virtud del partido de que se trate, se antojan encontrados o, cuando menos, muy diferentes. ¿Qué y hasta dónde se pretende reformar? Si lo que se desea es actualizar la Constitución de 1978 con una reforma que establezca una tan rígida como imprescindible separación de poderes inexistente en su actual redacción e interpretación; que comprenda e incluya la distinción de las naciones insertas en el Estado -Catalunya y Euskadi principalmente-, abierta al estatus de autogobierno que sus sociedades pretenden; y que actualice la definición y modelo de la jefatura del Estado con el hasta ahora nunca planteado refrendo a la monarquía; la propia Constitución establece el mecanismo a través de lo que se denomina “procedimiento agravado” del art. 168.1. Y este exige la aprobación de dicho proyecto de reforma por dos tercios de Congreso y Senado, la disolución inmediata de las Cámaras y convocatoria de elecciones, el apoyo del nuevo Parlamento (dos tercios también) al proyecto de reforma y un referendum para su ratificación. En definitiva, exige de un consenso político que, no siendo imposible de alcanzar, es impensable en el corto plazo y quizá también lo sea en los próximos cuatro años. Así que el debate de la reforma constitucional, aunque pedagógico en cuanto a que elimina su carácter de tabú, presenta el riesgo, a evitar, de que la urgencia -aun existiendo tras 38 años- lleve a repetir los errores que han permitido lecturas restrictivas de la misma o, peor aún, que se intente una reforma nominal con el fin de evitar realmente reformarla.