Es indudable que en un contexto de guerra las vidas humanas son la pérdida más valiosa. Pero muchas veces esos conflictos derivan también en destrucciones, me atrevería a decir, casi tan valiosas. Lo hemos visto en Siria, igual que en Irak. Alepo, sin ir más lejos, es una de las ciudades habitadas más antiguas. Pero hemos visto destrucción no solo fruto de bombardeos y tiroteos, sino consecuencia de la estupidez y la maldad premeditadas del ser humano armada con martillos neumáticos y explosivos, en Nínive, Palmira o en Mosul. El arte y la historia nos representan y definen como seres humanos. Destruirlos no solo pretende borrar el pasado, sino reescribir el futuro. Por eso es una tremenda pérdida cada resto arrasado del pasado. Destruirlos va más allá de creencias, es pura y simple estrategia geopolítica. Y viene todo esto porque leo que la Corte Penal Internacional está juzgando a un yihadista acusado de destruir monumentos históricos en Tombuctú (Mali). Parece que las peticiones de penas oscilarán entre los 9 y los 11 años de prisión por idenfiticar los lugares que debían ser destruidos, organizar los ataques y facilitar los medios, como miembro del órgano que vigilaba en Mali el cumplimiento de la ley del tribunal islámico establecido en el país en 2012.