Como ya sabrán, al menos quienes sigan diariamente estas líneas intermitentes, el mundo de la publicidad me resulta tan excesivo que no soy capaz de distinguir lo necesario de lo accesorio; un defecto más que añadir a mi lista y que quizás se fraguó durante los años en que trabajé en una agencia, no puedo dar más pistas. Viene al caso esta introducción para explicar lo que me pasa cuando espero al tranvía en Lovaina para regresar a casa y llega convertido en otra cosa: un producto, un señor, una idea... da lo mismo. Porque en ocasiones la publicidad lo cubre totalmente, como si se tratara de una segunda piel, y no hay manera de saber lo que ocurre en su interior, es decir, si va lleno o muy lleno, sobre todo a determinados horarios. Se abren las puertas y de repente salen despedidos un par de niños que estaban apoyados en ellas, una señora que a duras penas guardaba el equilibrio a su lado y, al mismo tiempo, intentan bajar unos cuantos viajeros. Es necesario, próceres que venden cada centímetro cuadrado del exterior del tranvía como si no hubiera mañana, inventar un sistema que permita combinar la venta de un producto o de un señor con la posibilidad de ver qué ocurre dentro de los vagones. Espero no ser el único al que le moleste tanta mancha.