no era un gran cliente, ni mucho menos, y la dedicación que requería estaba, desde luego, muy por encima del logro que se podía obtener. Pero merecía la pena y la abogada se picó. Una ama de casa a la que el Banco Santander le había toreado reclamaba una pequeña cantidad que la todopoderosa entidad de Emilio Botín le había previamente esquilmado por todo el morro. Nada que no le quitara el sueño a ningún ejecutivo, vamos, pero para la señora era cuestión de amor propio. Y es que, por mucho que les pese a los furibundos militantes antisistema que se pasan el día anatemizando al neoliberalismo internacional, al FMI, al Bundesbank, a la CIA o a la Organización Sionista Mundial, el poder adquiere a pie de calle forma de sucursales bancarias, operadoras de telefonía, aseguradoras, concesionarios o compañías aéreas. Tienen en común que deben trabajar con un código encriptado -elaborado en algún recóndito centro clandestino de entrenamiento oculto en alguna gran consultoría de Londres- para tomar el pelo al cliente e introducirle en un inescrutable laberinto de espejos o en un oscuro agujero kafkiano en el caso de que quiera reclamar algo, por mucha razón o sentido común que le asista. Salvo que alguien se arme de paciencia y dé con una abogada de oficio con ganas de marcha. Y sí, la abogada le terminó ganando la causa al Banco Santander, condenado además en costas. El banco no ha pagado la minuta -apenas llega a mil euros lo que la letrada va a tener que reclamar ante el juzgado- pero mereció la pena.