¿Qué estás haciendo aquí invadiendo mi territorio? Es lo que parece preguntarte, con su amenazadora mirada, el enorme orangután salvaje al que estás observando en plena selva de Borneo, la tercera isla más grande del mundo. Contactos tan directos y emocionantes como éste son los que puedes experimentar si viajas a cualquiera de los 25 parques nacionales del estado malayo de Sarawak. Para ello, lo mejor es aterrizar en Kuching, su capital, que abre sus puertas a mil aventuras selváticas y tribuales. Entre las experiencias únicas que pueden vivirse en Sarawak está la de compartir la compañía de 27 grupos étnicos. Al visitarlos, llega uno como invitado y se va como dejando a su familia. Qué menos que darles las gracias en malayo, su lengua común: ¡Theina Kasih!
Los malayos de Borneo tienen poco en común con los del continente. Y nada que ver con los de carácter irascible e irracional que hace décadas divulgaron novelistas y cineastas bajo el síndrome de la ira malaya (los malayos y su vecindad surasiática siempre eran los malos de las películas). El término procede de la palabra malaya meng-âmog, que significa atacar y matar con ira ciega. Y fue en ellos, efectivamente, donde se observó por primera vez este fenómeno. Pero esta especie de locura homicida no se limita a ningún espacio geográfico. Se vincula con el dhat de la India, el latah, del Sureste asiático, y hasta con ámbitos culturales bien diferentes, como el bersek en Escandinavia. O con los asesinatos masivos que se han dado en los últimos años en algunas universidades o colegios de Estados Unidos, por parte de personalidades explosivo-bloqueadas. Probablemente, existan hoy pocos lugares en el mundo con gente tan amable, bondadosa, y sonriente como los malayos de Borneo. Wilson Anak, un profesor con quien traté este tema, me confirmo el carácter sociable de los aborígenes de Sarawak comparándolo con un proverbio chino: El árbol no niega su sombra.
Vivir en Longhouse
El carácter afable de las tribus (o grupos étnicos) que habitan en Sarawak lo pude comprobar al visitar la longhouse Annah Rais de la tribu Bidayuh. Nada más llegar, Emily, una integrante de la comunidad, me ofrece una copa de tuak, el exquisito licor de arroz que ellos mismos fabrican. “¡Toma una copa de bienvenida!”, casi me suplica en un inglés no demasiado ortodoxo. Y, ante su insistencia, tomo también una segunda para que no se sienta ofendida por el rechazo. Las longhouses son casas rectangulares de hasta 50 o 60 metros de longitud, con numerosas ventanas y puertas, o una serie de viviendas unidas, que habitan aborígenes de una sola familia o personas muy vinculadas entre sí.
Su estructura (incluso el suelo) está basada exclusivamente en cañas de bambú secas. Las longhouses están alejadas de las poblaciones –prácticamente, se ubican en la selva–, y erigidas por encima del suelo con pilares de madera. Esta elevación les permite adaptarse mejor a la vida de la jungla y les proporciona cierta seguridad ante el riesgo de sufrir ataques de depredadores, así como para protegerse de inundaciones. Debajo de las casas vagan cerdos, gallinas y patos en busca de su menú del día.
Los Bidayuh van vistosamente tatuados y son muy amistosos. Cultivan arroz, tapioca, batata, caña de azúcar, miel, etcétera. Pero disponen de mucho tiempo libre. Enseguida te proponen que compartas su espacio tomando coco o danzando su música a un ritmo muy lento, con instrumentos de percusión muy raros hechos por ellos mismos. Al sentarte en el suelo con ellos, los hombres deben cruzar las piernas, y las mujeres doblarlas hacia un solo lado. La comunidad tiene casas a ambos lados y en mitad de la misma se encuentra la del respetable headman (jefe de la tribu), lugar que nos deparará poco después una horrible sorpresa. Las longhouses son una forma de vida. Encarnan un estilo de vida comunal basado en la mutua confianza y responsabilidad. Y este espíritu, más que su hábitat, es lo que lo hace significativo y fascinante hoy en día.
Los Bidayuh, como los Iban, los Dayak o cualquier otro grupo étnico protegían su territorio, hasta hace algunas décadas, decapitando a cualquier invasor o extranjero que merodease sus longhouses. De ahí su denominación de cazadores de cabezas. En el centro de la vivienda social del jefe se exhibe una jaula repleta de las últimas calaveras de cabezas cortadas hace unos 70 u 80 años. La visión de estos trofeos causa horror si uno interioriza con sensibilidad el fenómeno. Y hasta lamenta no haber seguido tomando antes más copas de tuak para aminorar la impresión.
La práctica de conservar estas cabezas ha sido un tema ampliamente discutido por los antropólogos. Algunos creen que la motivación es la mortificación del enemigo, la violencia ritual o el exhibicionismo varonil. Otros, piensan, se trata de un medio de asegurarse los servicios de la víctima como un esclavo en la otra vida. Sin embargo, la teoría más arraigada en la actualidad es que su función primaria era ceremonial y formaba parte del proceso de defender las relaciones jerárquicas entre comunidades e individuos. Los aborígenes obedecen tan escrupulosamente sus reglas convivenciales ¡que merecen no tener políticos!
Charlie Chan, nuestro guía, apunta, por su parte, otra creencia: “que la cabeza humana contendría la sustancia del alma o la fuerza de la vida de las que los headhunters se apropiarían mediante su captura”. En Sarawak, la dinastía colonial de James Brooke y sus descendientes consiguieron erradicar esta horrible práctica cien años antes de la II Guerra Mundial. Pero aún se tienen noticias de algunos casos aislados en los que los headhunters han seguido cometiendo estas atrocidades ¡hasta hace tan solo unas décadas! Tocamos madera.
P.N. de Bako: la jungla
Otra de las aventuras que nos ofrece Sarawak son sus parques nacionales enclavados en selvas en estado puro. Bako es el más famoso por su icónica especie de primates: el proboscis monkey (mono narigudo) que sólo se encuentra en Borneo. Se accede a esta jungla tomando una motora que navega por el río Bako hasta alcanzar el mar del Sur de China y desembarcando a unos 40 metros de una playa virgen, lo que obliga a descalzarse y arremangarse el pantalón hasta la rodilla para alcanzar a pie la orilla. El inicio de esta aventura no le pareció muy prometedor a la colega china Manashree Prakash porque le preguntó al guía “si no podría realizarse toda esta aventura en helicóptero”.
El parque tiene 17 senderos que permiten a los visitantes experimentar todo tipo de vegetación. Las plantas carnívoras, por ejemplo, comen insectos atraídos por su olor dulzón del almíbar. Pero lo más interesante es contemplar, aparte del mono narigudo, la superstar de Bako, especies salvajes como macacos rabilargos, jabalíes barbudos, entre otras.
River Puon, nuestro guía, nos dirige por el sendero más difícil, pero también el más hermoso. Hemos de escalar con muchas dificultades hasta una cima. El premio es una imponente vista de la costa y sus manglares que nos hace sentir entre las nubes.
Después de cenar, Rives nos propone –mientras nos muestra una potente linterna– una caminata nocturna por la selva. “No temáis, conozco el sendero”, nos dice para tranquilizarnos a mí y a Jaroslaw, el periodista polaco que nos acompaña. De noche, la oscuridad de la jungla impresiona. Es un concierto de sonidos y cánticos que no sabes de dónde salen, ni que animal salvaje los emite. Pero la destreza del guía nos muestra con su linterna lugares concretos donde se ubican víboras, arañas, y otros depredadores ocultos en la oscuridad que con sus amenazantes gruñidos a Jaroslw y a mí nos empieza a dominar ese tipo de miedo que anuncia un certero proverbio árabe: “El gato mordido por una serpiente se espanta de una cuerda”. ¡Toda una experiencia!