a actual crisis bielorrusa se puede resumir, diciendo que es un compendio de pecados de dictadura. Y Lukashenko, presidente de la República desde su creación a finales del siglo pasado, los ha cometido todos.
El primero y mayor de todos es que no ha sabido -o podido- impedir una constante decadencia económica del país. Cuando Bielorrusia fue una de las repúblicas de la URSS, su nivel de vida era uno de los más altos de la Unión y el más alto registrado en toda la historia de la nación.
Fue justamente con este argumento -mantener las estructuras, mentalidades y planteamiento económicos de la era comunista- con lo que Alexander Lukashenko ganó los primeros comicios de la República y las cuatro siguientes. Pero el presidente eterno cumplió todas estas promesas, salvo la económica. Por defectos propios, evidentemente, pero posiblemente también, o aún más, porque la Rusia de Putin no es lo bastante rica como para atender al mismo tiempo sus propias necesidades y las de Bielorrusia.
El fracaso económico es demoledor en cualquier parte del mundo y con cualquier sistema político. Pero su incidencia sobre la convivencia resulta virulenta, si coincide con un régimen autoritario a medio gas. Las represiones de Lukashenko contra los disidentes -algo más 7.000 encarcelamientos en cinco legislaturas- resultan aguachirle policial en comparación con las “purgas” estalinistas de los años 30.
Lukashenko, cegado por su permanencia en el poder, no se percató que si bien metía en la cárcel a los disidentes y ganaba los comicios prácticamente sin oposición, su gestión gubernamental aniquilaba cada vez más la adhesión popular. Había logrado la peor constelación posible de una dictadura: ser muy odiado y poco temido.
Para colmo, a su máximo apoyo financiero y político exterior -la Federación Rusa de Putin- lo sacrificó en los últimos años al alardear, por mor de la opinión pública bielorrusa, de independentismo y aplazando ad calendas grecas el proyecto macroeconómico transnacional promovido por el Kremlin.
Culmina el cuadro negativo de la situación, el que Lukashenko tenga los modales de un clásico aparatchlik de la URSS estalinistas -formado en las filas de las fuerzas armadas y los cuadros del partido- con lo que se gana pocos seguidores y menos amigos. La anécdota que mejor ilustra este rasgo es su confrontación con el que fue ministro de Exteriores alemán -Westerwelle, liberal y conocido homosexual- a principios de siglo. Westerwelle dijo públicamente que Lukashenko era “el último dictador de Europa”, a lo que el presidente bielorruso replicó que “era mejor ser dictador que marica”.