España es probablemente el único país de Europa que consiguió derrotar al fascismo sin pegar un solo tiro, porque nada más caer Hitler el pequeño y cruel oportunista que ganó la Guerra Civil se dedicó a pasarle la mano por el lomo a los bravos machotes de azul que con tanto ardor lucharon por su causa, los domesticó, se apropió de sus símbolos y los relegó poco a poco a un papel tan simbólico como carente de poder efectivo alguno. Al recordar a aquel hombre al que era imposible bajarle el brazo frente al ataúd de Franco me da por pensar que algunos no llegaron nunca a enterarse de que les habían mangado la cartera, de que lo suyo iba a ser una revolución y acabó en involución, en cuarenta años de extraordinaria placidez. La ola reaccionaria que llega del este de Europa se asemeja más a ese autoritario, polvoriento y medieval conservadurismo franquista, o al menos así me lo parece desde mi limitada visión de periodista provinciano, que al fascismo, una ideología intolerante, inhumana e inadmisible, pero audaz y rompedora en todos los sentidos, qué duda cabe. Por eso, vamos a llamar a las cosas por su nombre y no bauticemos con palabras gastadas y ya casi carentes de significado a un fenómeno que no por rancio y mohoso deja de ser el presente que nos ha tocado vivir.