Para los amantes del ciclismo, el Tour ha sido una reconciliación con la esencia de este deporte, que, sobre todo en lo referido a las grandes rondas por etapas, andaba de capa caída. Salvo exhibiciones puntuales, el ciclismo de antaño, el de los grandes ataques sin mirar hacia atrás y la épica de las gestas que permanecen imborrables en la memoria, había quedado casi acotado a las clásicas. Demasiado potenciómetro, demasiado pinganillo y demasiada calculadora, tanto en corredores como en directores, más preocupados en no perder tiempo y gastar un gramo de fuerzas menos que los rivales –“comer, beber y a rueda”– que de ganar ventaja. Todo aderezado por recorridos extremadamente humanizados que, a base de reducir dureza en las etapas montañosas y kilómetros en la lucha individual contra el reloj, han conducido a una falsa igualdad y a que muchos ciclistas crean que pueden ganar cuando hace años otros mucho mejores solo podían recoger las migajas ante los grandes dominadores, que les destrozaban en el escenario más grandioso. A pesar del descafeinado recorrido del Tour, el duelo Vingegaard-Pogacar, un toma y daca con muchas horas de espectáculo, ha revivido el ciclismo de verdad. Y, para rematar la alegría, la victoria ayer de nuestro vecino Oier Lazkano. ¡Enhorabuena!