Cuando era un chavalillo, la llegada del verano significaba cambiar el colegio por una vida centrada en bajar a la calle a estar con los amigos y quien por allí se juntase, fuese más mayor o más pequeño. A una tempranera hora, alguien te picaba al timbre y bajabas a toda velocidad para ir de procesión picando el timbre de tus amigos, a ver quién bajaba y quién no. Con que hubiese un solo compañero con quien jugar, era suficiente. A partir de ahí, jornada continua de calle hasta la hora de comer, que se retomaba por la tarde hasta que anochecía. Y cuando fuimos un poco más mayores, sesión nocturna después de cenar y también partidas al PC Fútbol. Los jardines del barrio eran estadios de Primera –en Sansomendi teníamos también el campo rojo, terror de las madres por lo que teñía, aún más que el verdín– en los que ganábamos Mundialitos; los bordillos fueron las carreteras de nuestros Tours de Francia en versión chapas; una peonza, unas cartas o unos tazos servían para matar el tiempo, lo mismo que el escondite u otros juegos de los que ni recuerdo el nombre; y nos gastábamos nuestras pesetas en flashes y cromos de fútbol. La Universidad de la vida, que, por lo que veo en mi entorno, ha dado paso ahora a calles vacías de niños.