Duele asumirlo -corrijo: nos duele a los que no practicamos el cinismo calculado e impostado-, pero la tan cacareada Memoria es uno de esos trenes de mi infancia con primera, segunda, tercera y, si me apuran, cuarta clase. Ni de lejos los hechos y nombres propios se recuerdan igual. Hay algunos episodios que, con el paso del tiempo y una mezcla de buenas intenciones, ignorancia, y determinación de aprovechamiento sin escrúpulos han pasado de ser conmemoraciones a celebraciones sectarias en las que se reserva el derecho de admisión. En otros casos, y por razones humanamente comprensibles, se impone la relevancia pública de la o las víctimas -me da igual Yoyes que Fernando Buesa o Santi Brouard-, de modo que los actos de homenaje son anuales y con espacio asegurado en los medios.
Varios escalones por debajo están las centenares de víctimas cuyo nombre pasó al olvido un minuto después de su funeral. Entre ellas se encuentran las once que el pasado viernes fueron rescatadas de ese olvido gris y despiadado por el Gobierno vasco en el acto en que se entregó a sus familiares los llamados “Cuadernos de la memoria”. En realidad, es una iniciativa tan noble como ilustrativa de la injusticia abismal que han tenido que padecer un buen número de nuestros conciudadanos, que ni siquiera pueden saber las circunstancias del asesinato de sus seres queridos. Ello, habiendo un buen número de testigos (cuando no, protagonistas directos) vivos, que siguen guardando un silencio no ya cómplice sino directamente culpable… amén de revelador: lo de la verdad, la justicia y reparación es solo para unos pocos.