El Tribunal Constitucional (TC) anuló ayer las sentencias contra los expresidentes de Andalucía Manuel Chaves y José Antonio Griñán, por prevaricación y malversación relacionada con el denominado caso ERE por el que se desviaron fraudulentamente fondos públicos. La decisión del TC, que se añade a otras previas en el mismo sentido, obligará a la Audiencia que juzgó el caso a volver a dictar sentencia a la luz de la interpretación jurídica del tribunal de garantías, que considera que se vulneraron los principios de legalidad penal y presunción de inocencia. La importancia de la lectura estrictamente jurídica debería situar el debate en el marco que corresponde, que es el de la práctica del derecho penal en los tribunales y su desempeño en convivencia con el resto de poderes públicos. La discrepancia sobre las decisiones de los tribunales desde la mirada política es legítima y sana siempre que se sustente en argumentos veraces que hacen aflorar interpretaciones divergentes entre quienes crean el marco legal –el poder legislativo– y quienes lo interpretan –el judicial–. En este sentido, sigue sin resolverse situaciones que contradicen en la práctica judicial el sentido de la normativa y la voluntad del legislador. En estas circunstancias, el descrédito de los tribunales en función del sentido favorable o desfavorable de sus decisiones lo embarra todo. El TC es objeto ahora de reproches duros y de acusaciones de sometimiento al Gobierno y se hace sin argumentos jurídicos. La Justicia no puede ser útil o inútil en función de la conveniencia política. Los jueces deben sustentar sus decisiones en los hechos y la ley y su interpretación debe evitar la sospecha de un utilitarismo ideológico. Lo que dice el TC sobre la sentencia de la Audiencia y el Tribunal Supremo es suficientemente serio como para que el debate se sustancia sobre el marco jurídico y no lo lideren los portavoces políticos. La advertencia de que la interpretación penal la aplicada a Chaves y Griñán se interpone en el principio de separación de poderes y vacía de función al Legislativo, es tan seria que no atenderla supondría que la Justicia limite de facto la discreción legislativa, atribuyéndose un papel de controlador de la misma que solo compete al margen de constitucionalidad de la ley, pero no a la responsabilidad penal del promotor de la misma.
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