Los síntomas preocupantes que venían dejando las estrategias de crispación de la ciudadanía que se han asentado en la política en democracia, se materializaron el pasado domingo en el intento de asesinato del candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump. No hay lugar en un sistema de derechos y libertades para el ejercicio de la violencia y la condena debe ser firme, sin fisuras ni matices. En ese sentido, los llamamientos a la unidad ciudadana en torno a valores de convivencia deberían ser el espacio compartido por todo el abanico ideológico que se considere democrático. Este brote de violencia se produce en el marco de una dinámica de crispación que no es exclusiva de la política estadounidense aunque allí haya alcanzado dimensiones de amenaza a la integridad física aún más exacerbadas por la facilidad de acceso a las armas de fuego. En las democracias a ambos lados del Atlántico se ha normalizado el recurso a la desinformación, al señalamiento y a la criminalización del rival político. Deshumanizar el discurso es un modo de deshumanizar la política y de arrebatar al político su condición de persona para convertirlo en enemigo. Enemigo de la sociedad, del progreso, de la igualdad, de la nación... son tantas las formas de agitar verbalmente a la ciudadanía que ha llegado el momento de ponerles freno. La pretensión de arrebatar la vida a quien tiene una visión diferente, por extrema que esta sea, no surge de la noche a la mañana. Junto a esa deshumanización se alimenta el temor y desde el temor se reacciona sin mesura. Donald Trump ha sido un maestro en la utilización de estas herramientas que el domingo se volvieron contra su persona pero no es el único. Hay una legión de políticos extremistas que medran en el caldo de cultivo de la confrontación, que se arrogan la titularidad de determinados valores –y el patriotismo no es el más inusual de ellos–. No cabe errar el diagnóstico: la ausencia de violencia física no significa que todas las demás formas de confrontación, física o verbal, son responsables. No existe el derecho a sembrar odio amparados por la libertad de expresión. A la vista está que tampoco quienes más han fomentado la agresividad y la descalificación están libres de ser objeto del desprecio, el odio, el miedo o la intolerancia que ellos mismos prescriben. l