Los balances del curso político propios de estas fechas dejan ver las diferentes prioridades en la gestión del bien público con las que se manejan diferentes las administraciones. Ocurre que, en demasiadas ocasiones, en el balance se reproduce una mera transcripción de un estado de cosas que funcionan con un cierto grado de automatismo, cuando lo verdaderamente diferencial, lo que retrata una voluntad política determinada, está precisamente en las prioridades cumplidas que no entran en los márgenes de lo previsible. Así, por ejemplo, es innegable el papel que la financiación de los ERTE por la excepcional situación de pandemia ha tenido en las empresas de todo el Estado y también de Euskadi. Una financiación satisfecha a través de créditos concedidos por Europa pero insuficientes para el total invertido. En todo caso, son importes excepcionales que se sufragan colectivamente, con la aportación vasca a compensar el montante la deuda española. Así, no resulta baladí el porcentaje de fondos aportados a Euskadi si la parte vasca de los intereses de esa deuda se van a pagar según un porcentaje superior, el famoso 6,24% del Cupo. Pero, con todo, no se trata de un problema de distribución de fondos o al menos no es fundamental que haya o no un desequilibrio entre autonomías. En el caso de Euskadi, todo esto sería peccata minuta si se cumpliera lo sustancial de la relación jurídica competencial existente –el Estatuto– y los compromisos políticos que ligan al Gobierno de Pedro Sánchez con quienes respaldaron su acceso a la Moncloa. Y, en este aspecto, el propio Ejecutivo español admite que, a los últimos doce meses de legislatura –hasta diciembre de 2023, cuando ha sido fijada por Sánchez la cita electoral– llegaremos sin cumplir casi dos terceras partes de los compromisos que recoge el pacto de investidura con el PNV. La queja del Gobierno Vasco en este sentido y en el de las transferencias es cada vez más amarga y choca con un muro de indolencia que no se soslaya con una estadística de inversiones del Estado en Euskadi en la que tampoco destaca comparativamente sobre el resto de autonomías. No es esa la pretensión a la que Euskadi debe aspirar sino a que la especificidad que permite acreditar la calidad de vida social y económica vasca no se vea mermada por actitudes unilaterales o centralizadoras no consensuadas; esa es una deriva preocupante de la administración española.