En los pilares de la tierra de Burgos, en su catedral, que inició la construcción hacia el cielo en 1221 para conectar con lo divino, abrió las puertas la Vuelta, que ama el atrezzo y los decorados despampanantes para otorgar altura y grandiosidad a la carrera. La de la jornada inaugural la marcaban las agujas de la Catedral de Burgos, elementos del gótico flamígero que dotan al templo su inconfundible perfil. Cuando se depende del reloj, todos están pendiente del Papamoscas, el autómata que da las horas en la fachada de caliza del templo. La figura articulada anuncia cada hora con un movimiento de brazo, dando un campanazo, mientras abre la boca. No la cerró cuando asistió al despliegue de Primoz Roglic, que enlazó el final de la Vuelta del pasado curso con el amanecer de la presente. De rojo a rojo. El reino de Roglic, competitivo al extremo. El esloveno apagó por solo seis segundos al fenomenal Alex Aranburu. El de Ezkio perdió la felicidad con la campanada final de Roglic. Campeón Olímpico de la especialidad, Roglic colocó la primera piedra de su tercera Vuelta en la catredalicia Burgos. El esloveno batió por media docena de segundos al guipuzcoano, pero la general -porque las carreras de tres semanas se construyen con el tesón, el sacrificio y la paciencia que requieren las catedrales- comenzó a cimentarla a su modo. Piedra a piedra. Roglic aventajó en 27 segundos a Bernal, un tanto renqueante en la crono, y colocó 39 segundos a Landa, siempre incómodo en los debates con el reloj. Vlasov acumuló un retraso de 14 segundos, Mas, 18, López, 21, Carapaz, 25, Carthy, 33 y Pidcock, 36.

En las cronos, aunque sean cortas, apenas 7,1 kilómetros, -un despegue y aterrizaje sin apenas tiempo para el planeo- que responden a la fisionomía de los prólogos que se inmiscuye por el callejero de la ciudad conviene moverse poco y boquear menos. La aerodinámica manda. No descomponer la figura es fundamental. Los calcetines largos que crecen para desafiar el reglamento, los monos por los que resbala el viento y los cascos que descerrajan el rozamiento del viento no tienen sentido si uno no es capaz de modular su cuerpo sobre la bicicleta que evoca a los potros de tortura.

A Mikel Landa le cuesta graparse a la bicicleta de contrarreloj, la geometría que desprecia el confort y la ergonomía. El de Murgia, que prefiere la rebeldía de la montaña, es un inadaptado, refractario al contorsionismo, y por eso le señala el reloj con saña en el amanecer de la Vuelta, aunque la organización apostó por el ocaso para reafirmar la belleza de la Catedral de Burgos iluminándole el rostro. Landa se dejó 39 segundos con Roglic, el líder de siempre. El de Murgia está obligado al remonte. Lo mismo le sucede al resto de favoritos, que se estamparon ante el granítico esloveno, un ciclista como una catedral. Solo Alex Aranburu le discutió el triunfo. El de Ezkio batió a todos menos a Roglic. Apenas le separaron seis segundos del sueño del liderato, una realidad para Roglic. Tan cerca y tan lejos.

EXHIBICIÓN DE ARANBURU

“El inicio es durísimo, llegas arriba (al Alto del Castillo) sin aire”, expuso Omar Fraile, que estuvo sentado un instante en el trono del tiempo hasta que Adam Yates le arrancó de allí. El británico del Ineos talló la primera referencia entre los que se jugarán la carrera. Su compañero, Van Baarle, uno de los tantos talentos que colecciona la escuadra británica, dio el relevo al inglés en la sala de espera del crono. Emergió entonces la furia de Alex Aranburu, un chupinazo que plegó la subida al castillo, donde escasea el oxígeno, y se deslizó por el tobogán con celeridad para adentrarse rabioso en el entramado de la ciudad. Excelso bajador, el ciclista de Ezkio, poderoso y convencido, se inflamó de inmediato a pesar de que llevaba tres semanas sin competir.

Aranburu resolvió las dudas de un chispazo. Kamikaze. Bola de fuego. Aranburu, un rayo celeste, partió la dicha de Van Baarle con una actuación estupenda. Supersónica su estampa. Le quitó el mando de la crono por cinco segundos. Le borró la sonrisa sin negociación. Le costó reaccionar al neerlandés cuando supo de la exhibición de Aranburu, un ciclista expansivo, que chirrió los dientes en el último tramo de un trazado explosivo. “Después de tres semanas sin competir no sabía cómo me iba a encontrar. Me gustaba la crono y he ido a tope hasta el final. Me van bien las cronos cortas como esta y ya lo hice bien en la Itzulia”, analizó el guipuzcoano. Sivakov, camarada de Van Baarle, le cercó, pero no pudo asaltar el altar del forzudo Aranburu.

Ion Izagirre, campeón estatal de la modalidad, reptó a la fortaleza con agilidad, más rápido que su compañero. Izagirre se encasquilló en el descenso, donde se impuso el impulso desaforado de Aranburu, que descontaba rivales. Craddock, enfatizado con el maillot del mejor contrarrelojista de Estados Unidos, merodeó al de Ezkio, pero tampoco logró imponerse. El mismo destino le aguardó a Kuss, mejor cuando el cielo tiraba de la carretera y peor cuando el suelo le llamaba. Matthews se maneja bien las distancias cortas, en los disparos a quemarropa. Fue otra víctima del método Aranburu, un polvorín. Aplacados Miguel Ángel López, Carapaz, Bardet, el sólido Vlasov, el impetuoso Tratnik o el resbaladizo Mas, que se asustó en un curva, solo restaba el hombre de rojo, Roglic. El esloveno que certificó la gloria en 2019 y 2020, no tuvo piedad. Es el arquitecto de la Vuelta. Roglic se eleva como una catedral.