La vida tiene sus mecanismos para recordarte que ya no eres tan joven. Algunos, como el conocer cada vez más gente que ya murió, son de una crudeza extrema. Pero también hay otros más sutiles y cotidianos. Los de mi generación asistimos de manera implacable a ver por primera vez entrenadores a los que vimos jugar. Ahora encima nos han cerrado la Cool. La primera vez que fuimos de cotillón una Nochevieja fue a Maná y cuando nuestros viejos nos preguntaban a dónde íbamos a ir, se referían a la discoteca como “lo que antes era el no se qué”. Hasta que Marota vino y dijo “hágase la Cool”, fuimos nómadas de discotecas. La People, The Group, Azkena? Daba igual cuál fuera, que para mis viejos siempre era “lo que antes era el no se qué”. Para el Kan, Juguete, Félix o un servidor, lo que abran ahí en las décadas que están por venir siempre será “lo que antes era la Cool”. Aunque cuando pronunciemos esa frase sabremos que ya no somos tan jóvenes.
Mi querido Félix fue de las personas más significadas con el garito. La verdad es que nos conocemos desde hace doce o trece años por lo menos, pero durante varios, nuestra relación se sostuvo casi exclusivamente con el cubata de las siete de la mañana en la Cool, que solía alargarse ya fuera con los primeros rayos del día asomando. Siempre estaba Juan también. Todavía llamamos a la Cool “la Oficina”. Entre 2008 y 2013 yo sabía lo que eran las siete de la mañana porque me pillaban saliendo de ella. Más que una discoteca, se convirtió en un punto de reunión. Muchas veces, las más quizás, llegábamos solos a sabiendas que menos de un copa después te ibas a encontrar con alguien. Con alguien que realmente conocieras o con lo que el Kan bautizó como “colegas de Cool”. Una vez por la tarde iba por la Calle Dato a hacer unas gestiones y un fulano que estaba haciendo afiliados para una ONG o similar se dirigió a mí con un “¡Qué pasa crack!”. Como el marketing a pie de calle cada día es más underground, le dije el típico “no tengo tiempo, tío”. Su respuesta fue más o menos así: “No jodas macho, si yo te conozco a tí de una borrachera en la Cool, ¿no te acuerdas?”. Obviamente, no. Como a día de hoy sigo sin recordar porqué durante un par de semanas no se me servía en la barra de abajo. “Aquí ya no se te ponen copas”, me dijo una camarera. Nuestra relación con los trabajadores de la Cool siempre tuvo sus altibajos. Joseba, Ortiz, Kan, Juguete o un servidor. Todos hemos sido expulsados de la discoteca, alguno en más de tres ocasiones. Una vez tenía prohibida la entrada hasta nuevo aviso y acabé con Ibai, subido en la barra bailando con los camareros. Cuando Marota llegó a dispersar aquello ya nos dejó por imposible. De ahí en adelante me tocaba el claxon cuando me veía por la calle o nos parabamos a charlar cuando nos encontrábamos, daba igual que fuera en el Palacio de Justicia que en el Media Markt. Sarita la del ropero, Marota, Eslava, el Rubio, Iba, el novio de Sheila y por supuesto Ezequiel, el camarero argentino al que empecé dándole palique para que me hiciera descuento en las copas y que al final acabó saliendo algún día con nosotros de fiesta y hasta viniendo a jugar al golf. Y sin pagarle una copa en meses. Todos fueron parte del paisaje de la Cool. Ese lugar al que el Kan estuvo yendo tres veces por semana durante medio año para superar una ruptura. Los camareros al final ya le hacían cubatas a medida de su bolsillo. “Ponme uno de tres euros”, y le echaban media copa. Un día nos enteramos que unas niñas le llamaban el “cierracool” y otro día unos críos le pidieron una foto al grito de “ostia, el miticazo de la Cool”. Como “el gordo de la Cool”, Toquero, Garazi o el Marton, todos hicimos que esa discoteca siempre será “lo que antes era la Cool”, aunque el sitio en sí era un antro y la música una basura.