“La muerte depende del tipo de vida que se haya llevado. Si la conducta ha sido recta, no es un problema”, defendía Franco Battiato, el místico y ecléctico cantante, pintor y cineasta italiano, autor de canciones ya clásicas como Centro de gravedad permanente, El animal o La estación de los amores. Ayer llegó la suya, a los 76 años de edad, envuelta en el silencio que siguió a su retirada hace casi un lustro, a la espera de esa reencarnación en la que creía este músico eterno, radical y cósmico.

Battiato (Jonia, 1947), ese genio de rostro adusto coronado por unas gafas oscuras y una nariz prominente, siempre fue un músico especial, alguien capaz de tener entre sus seguidores a J., cantante de los indies Los Planetas, encargado de traducir al castellano las canciones de su disco Ábrete sésamo, o a esos adolescentes que crecieron entre el rock progresivo de Pink Floyd y el punk y el pospunk de The Clash y Joy Division, respectivamente. Ecléctico y auténtico nómada estilístico, fue un experimentador incansable que abrió los oídos a ignotos sonidos sin renunciar a la búsqueda musical y al análisis existencial, aunque copara las listas de éxito.

Rara avis, Battiato, de cuya muerte se sabe tan poco como los motivos que le llevaron a alejarse de la música y recluirse en su casa tras una caída que le obligó a “una convalecencia larga”, supo combinar con éxito esa capacidad de penetración que tenían algunos de sus colegas italianos del pop, como Sandro Giacobbe, Umberto Tozzi, Lucio Dalla, Domenico Modugno, Claudio Baglioni o Lucio Battisti, con ese espíritu aventurero de sus inicios en la década de los 70, espoleado por el rock progresivo que llegaba del mundo anglosajón y la música culta o clásica.

También pintor y autor de dos películas, Perduto amor y Musikanten, en tributo a su Sicilia y a Beethoven, respectivamente, Battiato se dio a conocer en círculos underground con los discos Fetus (1971), Pollution (1972) y Sulle corde di Aries (1973), ejemplos de experimentación, vanguardia, minimalismo y música erudita espoleada por el uso de los sintetizadores, pero fue en los años 80 cuando su éxito se disparó tras el éxito de su canción Per Alice, en el Festival de San Remo, y de su disco Patriots. “Me dio la posibilidad de desarrollarme, de proseguir tranquilamente mi carrera”, explicó.

Y si aceptó sorprendido las 60.000 copias colocadas de Patriots, asistió atónito al millón de copias que logró vender de su disco La voce del padrone y, aunque siempre abogó por los teatros, con la gente cómodamente sentada, acabó “aceptando algunas reglas del juego”, llenando pabellones y estadios de fútbol. Desde entonces, Battiato hizo bailar y pensar a millones de ciudadanos europeos en las últimas décadas con temas inolvidables como Centro de gravedad permanente, La estación de los amores, Yo quiero verte danzar, Bandera blanca,Cuccurucucu, Otra vida o El animal.

Battiato, nacido a las faldas del Etna siciliano pero dado a conocer desde Milán, es dueño de una longeva y excelsa producción discográfica inasequible al conformismo. Aunque cantara “no soporto la falsa música rock, la new wave española, el free jazz, el punkie inglés ni la monserga africana”, su repertorio le muestra como un artista voraz en lo idiomático y lo estilístico, capaz de alternar en sus collages sonoros el vals con la música sinfónica, la world music, el rock progresivo, el pop, la ópera, las bandas sonoras cinematográficas, el canto gregoriano, el minimalismo...

Estudioso de las religiones, especialmente del budismo, Battiato siempre renegó de la nostalgia, apostando por el presente, el aquí y ahora, y fue un defensor de la meditación desde los años 60. Con ella buscaba un centro de gravedad permanente, ese impulso que le llevaba a su rico espacio interior y espiritual, que contraponía a un mundo que “nos vuelve esclavos de nuestras pasiones”, como cantaba en El animal, una de sus canciones más bellas.

Activista radical, tanto cultural como política y humanísticamente, y un provocador constante capaz de escribir versos como “a Beethoven y Sinatra, prefiero la ensalada”, encontró la muerte alejado del ruido exterior, encarándose a ese animal interior que portamos todos, convencido de que volvería reencarnado a un mundo del que renegaba -“Vivimos en un mundo horrible”, escribió en Pasacalle- y que, como dejó constancia en el disco Ábrete sésamo, creía poblado de ladrones. Dejó escrito y cantado que “los deseos no envejecen”. Como no lo hará nunca su música.