Dos minutos más tarde del abrazo de Julen a Javier, este dejó de llorar. Se secó las lágrimas. Se retiró unos metros quedando Julen cariacontecido, hasta el punto de pisar todas las piezas del Tangram esparcidas por el suelo. Se resbaló. Estuvo a punto de caerse.

Luego salió de la habitación y volvió con una de las cajas de la mudanza. La caja número veintiuno. Matos, arrodillado en el suelo, agarró el celofán como si fuera una brida y tiró de él con fuerza para intentar romperlo y abrir la caja.

Julen se había quedado como traspuesto. No sabía qué estaba pasando. No sabía qué decir. No sabía nada.

Las voces al otro lado del pladur ya eran dos. Una voz de hombre y menos nítida, la voz de una mujer.

Javier era incapaz de romper el celo marrón con las manos sin cortarse, por eso tuvo que utilizar los dientes. Cuando rompió el celofán sonó como un latigazo. Ese ruido le sacó a Julen de su ensimismar.

Pero ¿Qué te pasa? Preguntó Julen desconcertado.

Javier Matos soltaba a claps cada presilla de una caja de herramientas. Cuando consiguió abrirla, comenzó a retirar todo tipo de destornilladores, una llave de perro, llaves allen, martillos, llaves fijas, inglesas. Matos sabía muy bien que allí tenía que estar lo que buscaba. Tal era el ímpetu de su escarbar que en un abrir y cerrar de ojos sacó la mano con brusquedad como si hubiera sido mordido por una de las herramientas.

¿Te has cortado? Dijo Julen.

Javier Matos se llevó el dorso de la mano izquierda a la boca y chupó la sangre de un corte prominente.

Hazme un favor. En una de las cajas de la entrada, al lado de la puerta, creo que es la diez, me parece que hay papel higiénico y guatas de algodón. Ábrela. Mira, aquí tienes unas tijeras. Tráemelo para empapar la herida. Dijo Javier.

Julen le hizo caso sin pensar. Salió del dormitorio en el momento en el que Matos daba con lo que buscaba: una segueta que empuñó desde un mango artesanal hecho de espuma, algodón y cinta aislante roja. La soltó en el suelo. Luego cogió una punta considerable y le dio un martillazo al pladur mediante ella. Las voces seguían al otro lado. Una vez que agujereó la escayola lo suficiente como para poder introducir la punta de la segueta, Matos se aplicó a serrar con fuerza la pared.

¿Qué estás haciendo? Preguntó Julen cuando volvió. Julen no entendía nada.

Javier Matos paró de serrar. Las voces seguían. Su presencia era cada vez mayor. Ahora el hombre gritaba. La mujer no decía nada.

¡Otra caja! Dijo Matos a Julen. En la entrada también. Es la veintiséis. Necesitamos poner música para camuflar esto. Y Matos señaló la segueta y el pequeño agujero un poco más grande que se abría en el pladur.

¿A qué estás esperando? Dijo Matos.

Julen tuvo que mover varias cajas para dar con la veintiséis. Cargó con ella hasta el dormitorio.

Matos hizo la misma operación que con la anterior, hasta conseguir arrancar con los dientes el celofán pardo. Luego sacó un aparato de música compacto, un reproductor de cedés. Debajo había una funda de discos.

Enchúfalo. Ahí tienes el cable. Dijo Matos mientras se chupaba la mano.

Cuando Julen conectó el aparato de música, Matos volvió con el sonido armónico de la segueta agujereando la pared en líneas rectas y curvas, como pudo.

¿Qué pongo? Preguntó Julen con el libro lleno de hojas-funda llenas de cedés mientras miraba absorto el serrar de Matos.

Al otro lado se oyó un lo siento, no volverá a pasar, lo siento cariño, pronunciado por la voz del hombre. Luego el silencio. A la mujer no se la escuchaba.

¡Pon lo que sea, pero ya! Dijo Matos.

En ese instante Julen extrajo de una funda The shape of jazz to come, introdujo el cedé en el pequeño plato y comenzó a sonar Lonely woman de Ornette Coleman.

Al otro lado de la pared se oyó un portazo mientras subía el saxo de Coleman. Arropado por la música, Javier Matos siguió serrando. Acompasaba la segueta entre los armónicos y acordes elásticos, como espachurrados con lengua de aquel tema, de tal forma que el sonido del serrar parecía ser parte de un todo musical.

Cuando llevaban unos minutos así, la forma que abrió Matos era lo suficientemente grande como para poder meter el brazo por ella. Solo faltaba arrancar la escayola cortada.

Ayúdame. Dijo Matos a Julen.

Se tumbaron en el suelo y despegaron el trozo de pladur que abría el butrón. Se sintieron invadidos por el frío húmedo que corría por el hueco entre el pladur de la nueva casa de Matos y el que protegía la otra casa de la que ya no llegaban voces. Coleman seguía sacando brillo y chispas a las desarmonías con su saxo blanco.

¿Me vas a contar qué es lo que pasa? Preguntó Julen.

Para la música. Ya está. Dijo Matos como si su voz procediera de la de alguien que estaba más allá de su voluntad.

¿Conoces a los del otro lado? ¿Es eso? preguntó Julen.

Sí. Creo que sí. Dijo Matos.

Matos se ajustó como pudo al hueco y estiró la mano hasta llegar al otro pladur. Luego dio tres golpes con los nudillos. Tres golpes espaciados que comunicaban tres frases. Tranquila. Ya se ha ido. Estoy aquí.

Al poco, esos tres golpes se repitieron con el mismo ritmo e intensidad, pero desde el otro lado.

Es ella. Es Jelen. Dijo Javier Matos.

¿Y quién es Jelen? Preguntó Julen. l

Continuará