Cuentan que uno de los más grandes cocineros de la historia, Marie-Antoine Carême -quien, aunque su nombre parezca indicar otra cosa, fue un varón nacido en París en 1783 y fallecido en la misma ciudad en 1833- inventó, entre otras muchas cosas, esos pastelitos de hojaldre rellenos antes tan frecuentes en aperitivos y cócteles y hoy casi olvidados llamados, en español, volovanes, del francés vol-au-vent.
Al parecer, un día este maestro cocinero, que trabajó para el príncipe de Talleyrand, el zar Alejandro I, el que luego sería Jorge IV de Inglaterra, el príncipe Sterhazy y el barón Rothschild, tuvo la idea de hornear unos pastelillos usando una masa de hojaldre en lugar de la habitual pasta brisa; cuando salían de horno, uno de sus ayudantes, admirado de la ligereza de esa pasta, exclamó: "elle vole au vent!" (¡vuela al viento!), de donde procede su nombre actual.
En realidad, un volován, como quiere que se escriba el DRAE, es una derivación de lo que se llamaba bouchée (bocado), cuya máxima expresión probablemente sea la "bouchée à la reine", rellena de pechuga de pularda y trufas, entrante dedicado, según dicen, a la esposa de Luis XV, la reina María Leszczynska. Sean bouchées, sean volovanes, estos pastelitos fueron, durante mucho tiempo, los reyes, junto a las croquetas, de los aperitivos calientes... entre otras cosas porque aunque nacieron de mayor tamaño acabaron modelándose a tamaño individual, para poder ser comidos con una sola mano, algo que debería ser consustancial con todos los aperitivos que se sirven cuando los comensales aún no han tomado asiento.
Yo lamento el olvido en el que han caído los volovanes. En mis años de estudiante de Periodismo en Madrid vivía en casa de una tía mía, viuda, que había conocido tiempos más boyantes, de los que había heredado el gusto por la cocina preconizada por María Mestayer de Echagüe, conocida como Marquesa de Parabere; los dos tomos de La cocina completa eran, digamos, su libro culinario de cabecera.
Hoy los tengo en mi estudio, y se les nota el mucho uso que mi tía Pepita les daba. El caso es que en casa de mi tía, cuando había una comida de más o menos compromiso, como se decía entonces, no podían faltar los volovanes.
La Parabere se explaya en la receta. Una vez leída, uno se extraña menos de que apenas se presenten ya volovanes: si se quieren hacer en casa desde el principio, el trabajo es mucho. Preparar hojaldre, para empezar, que es una cosa que para quien sabe hacerla puede ser casi mecánica, pero que requiere arte y trabajo. Yo he probado muy buenos hojaldres, pero siempre recordaré el que elaboraba Juan Bermejo en un restaurante de la localidad navarra de Peralta, el Atalaya de Jesús Mari Barcos y su esposa Pili: era literalmente maravilloso y, sí, estoy seguro de que un golpe de viento podría llevárselo.
Un buen pastelero puede convertirse en un gran cocinero, como en el caso de uno de los mejores de siempre, el francés Michel Guérard; de que pueda suceder lo contrario ya no estoy tan seguro. Y un buen hojaldre, no lo duden, es un timbre de gloria para un pastelero.
Luego, una vez preparada la masa, hay que cortar y hornear los volovanes, cosa que, de seguir las instrucciones de la Parabere, requiere de no pocas precauciones y atención. Por supuesto, tanto trabajo exige un relleno -a la Reina, a la financiera, de mariscos...- que esté a la altura.
Naturalmente, el hojaldre puede comprarse hecho y congelado, como también pueden comprarse los volovanes listos para rellenar en alguna buena pastelería. Esto, como pueden ustedes comprender, facilita mucho las cosas. Si optan por esta solución, que es la más cómoda, no olviden que el relleno ha de ponerse inmediatamente antes de servir los volovanes y justo después de calentar éstos; si esperan a que estén rellenos para hornearlos, el propio relleno arruinará el hojaldre, lo ablandará al empaparlo, algo indeseable.
Un buen volován se toma recién terminado, caliente: sólo así se disfruta de verdad, íntegramente.
Vol-au-vent... Hoy parece que, como al Sur de Scarlett O"Hara, se los ha llevado el viento. En fin, un motivo más, ahora que sólo importa lo actual, lo del momento, para dedicar un recuerdo a Carême, que era un ciudadano con un altísimo concepto de sí mismo.
En una ocasión, el príncipe de Talleyrand, uno de los más reputados gastrónomos de su época, quiso mostrar sus cocinas al mismísimo zar Alejandro I. Cuando el autócrata de todas las Rusias entró en la cocina, vio que todo el mundo se descubría... menos un individuo que mantenía en la cabeza su gorro de cocinero. El Zar, volviéndose a Talleyrand, le preguntó, irritado: "¿Quién es este insolente?". Y el hábil y camaleónico aristócrata francés, sencillamente, le contestó: "La cocina, Majestad". Ya sabía bien con quién se gastaba los cuartos, Talleyrand... al que, en cualquier caso, el Zar le birló al cocinero al terminarse aquella juerga colectiva que debió de ser, en 1815, el Congreso de Viena.