Una de mis criaturas se ha dado cuenta recientemente de que los días que va a la ikastola superan con creces a los del fin de semana. Escuché la conversación que mantuvo con su hermana sobre el tema y sus argumentos sobre lo injusto que le parecía que la semana estuviera tan desequilibrada. Pensé que darte cuenta de esto con ocho años es un paso más hacia el futuro que te espera en la adultez, en el cual, espero (con mucha esperanza pero sin gran convicción) que se instaure esta práctica que ya se ha puesto en marcha en algunas empresas de trabajar cuatro días y ampliar el fin de semana a tres jornadas enteras. Tras la plática con su hermana, vino a mí la pobre criatura para decirme: “ama, es que a mí el fin de semana se me hace muy corto”. “Y lo que te espera”, pensé, pero no se lo dije, claro, porque una cosa es que sepa lo que le espera y otra muy distinta que la conduzca hacia la resignación y el pesimismo. Al margen de la verdad empírica de que trabajamos o vamos a la ikastola más días de los que disfrutamos de nuestro ocio, de un tiempo a esta parte me da por pensar en todos estos mantras que escuchamos sobre que la vida es corta, que hay que aprovechar el momento, que hay que dedicar tiempo a nuestro goce y bienestar porque eso es lo que realmente llena nuestras vidas. Todas esas consignas se han convertido en eslóganes totalmente contradictorios a la vida que realmente tenemos. Porque, aun siendo el mensaje real y acertado, sospecho que este mundo todavía no está preparado para recibir personas que disfruten de la vida, a no ser que lo hagan invirtiendo todo su dinero en ello. A mis pequeñas procuro llenarles la semana de optimismo y el fin de semana de momentos para disfrutar, sea donde sea, mientras intento convencerme de que la vida no es tan corta y de que nos dará tiempo a hacer, al menos, algunos de todos esos planes que tenemos.