¿A quién pertenece la historia? A todos y a nadie. Es de dominio público. Y aunque los hechos narrados –casi siempre– nos llegan sesgados por falsedades, tenemos derecho a poner imágenes y palabras a las cosas que ocurrieron, sea en formato de libro, relato o documental. Digo esto porque Patricia Ramírez, madre de Gabriel Cruz, el niño asesinado en Almería en 2018, había pedido que no se hiciera una docuserie en la que iba a participar la autora del crimen, Ana Julia Quezada. Y esgrimía la revictimización como argumento preventivo. Si no había comenzado la producción ni se conocía el guion, ¿por qué se solicitaba censura anticipada? Es censura emocional. Si la súplica de Patricia fuese aceptable, también los Kennedy tendrían derecho a vetar las crónicas sobre John y Robert, abatidos a tiros. ¿Y cuántas hemos visto? Lo mismo que de Luther King. Incluso de los Borbones con sus decapitados. No, señora, usted es dueña de un sufrimiento brutal que le acompañará de por vida; pero no es propietaria de la narrativa. La muerte de Gabriel nos atañe como sociedad humana. ¿Por qué no contarlo aún a riesgo de defectos? Le quedaría el recurso de los tribunales si incurriera en objetiva humillación. Diego Yllanes, que mató a Nagore Laffage en los Sanfermines de 2008, requirió a Google que su fechoría fuese censurada en internet implorando “su derecho al olvido”, lo que ha rechazado la justicia. También víctimas de ETA exigieron al Festival de Cine de Donostia censurar la entrevista de Évole a Josu Ternera, antiguo jefe terrorista. Y ocurrió que el documental dejó en evidencia al monstruo con toda su putrefacción moral y política. Ahí está, señora, la verdad (aún dolorosa) consuela y sana las heridas, mientras que la censura crea miedo a la historia. Es liberticida.
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