La foto de hace una semana entre los dirigentes (todos hombres, otro tremendo error, bajo la presidencia de Antonio Garamendi) de grandes empresas españolas junto al presidente argentino Milei (en visita privada, no oficial) representa la antipedagogía social de lo que debe representar un proyecto empresarial comprometido con la función social y con los valores de la sociedad a través de la cual las empresas obtienen y generan riqueza social.
Este adjetivo, el de social, es el primero que caracteriza al Estado, que se autocalifica en la Constitución como un “Estado social y democrático de Derecho”, aunque luego esa dimensión (“principios rectores de la política social y económica”) quede fuera de la cobertura o protección que sí tienen los Derechos fundamentales ante el Tribunal Constitucional y tenga un valor más programático que dispositivo.
Ese mismo adjetivo, el de social, unido al de justicia, ha sido vilipendiado y pisoteado dialécticamente por el máximo dirigente argentino, al afirmar que la justicia social es “aberrante”, y que la redistribución de la riqueza se basa en el resentimiento y en la envidia de quienes menos tienen frente a los que están “ganado plata”. Milei no quiere saber nada del valor de lo público, nada.
¿Puede ser más hiriente, más hipócrita y más involucionista esta afirmación de Milei? Uno de los debates que emerge con fuerza en este inédito y complejo contexto social que vivimos se centra en una renovación de nuestra creencia en la misma democracia y en particular en la defensa cerrada de los servicios públicos.
Hace ya tiempo Michael Sandel nos advirtió: no es lo mismo la “economía de mercado” (entendida como un instrumento eficiente para la distribución de bienes y servicios) que nuestra actual deriva social, convertidos en “sociedades de mercado” en las que se presupone que todo puede ser vendido y comprado al margen de su valor intrínseco y de su relevancia moral.
Tenemos un modo de vida en el que los valores del mercado y las relaciones comerciales alcanzan cualquier esfera de la vida, desde las relaciones personales hasta la sanidad, la educación, la vida cívica, la política; eso es lo que debemos aprender de estos momentos marcados por discursos tan cainitas como antisociales, y que deberemos corregir en nuestro rumbo como sociedad.
Hablar de justicia social es defender un compromiso frente y contra la desigualdad desde la solidaridad social; si el dinero, si la capacidad adquisitiva se convirtiera en el factor que decide el acceso a los fundamentos de la vida en sociedad como son la salud o la educación, entre otros; si tal inercia se mantuviera en el tiempo acabaremos convirtiendo los derechos sociales en bienes de lujo solo accesibles de forma censitaria a quienes puedan pagarlos.
Nuestro sistema de protección social para frenar la desigualdad y para cohesionar más y mejor nuestra sociedad es clave; no defenderlo o negarlo es admitir que la desigualdad y la ausencia de cohesión social nos dan igual. O lo que es lo mismo, que defendemos, como Milei, el capitalismo caníbal.
Hay que reforzar el Estado de bienestar y adaptar su jerarquía de objetivos a la nueva realidad en cuestiones tan fundamentales como la colaboración público-privada, el papel de la sociedad civil y las estrategias comunitarias o en poner el énfasis en la redistribución como vía para garantizar su sostenibilidad. Ojalá estemos a la altura de este gran reto intergeneracional y dejemos atrás discursos y actitudes tan lamentables como las de Milei.