Ahora sí que sí. Estamos en la cuenta atrás para la hora de la verdad. El relato previo, construido entre los gabinetes de comunicación, la inercia perezosa de los de mi oficio (no me excluyo) y unos institutos demoscópicos que después de los últimos fiascos juegan al catenaccio para no volver a pifiarla, apunta a un resultado igualadísimo por arriba. PNV y EH Bildu o, si quieren, EH Bildu y PNV, están en un pañuelo, tanto en escaños como (lo más sorprendente) en porcentaje de votos. ¿Será esta vez la profecía que se cumple a sí misma? Hay motivos para temerlo, y el principal es el inconmensurable desapego del personal por las cuestiones políticas. El común de nuestros conciudadanos no va a gastar media neurona en decidir su voto. Si le coinciden bien los astros y no tiene mejores planes, el día 21 se acercará al colegio electoral y echará la papeleta que más mole, en la absoluta certidumbre de que su existencia, en general nada mala (véanse todos los sondeos previos; la peña se pone un 7,5 en autopercepción de calidad de vida), no va a cambiar gobierne quien gobierne.
Esa es la gran baza de la hoy llamada coalición soberanista y el mayor riesgo que afronta el PNV. Pura paradoja, por otra parte. Haber contribuido a consolidar un bienestar cien traineras por encima de nuestro entorno ha generado el caldo de cultivo para su cuestionamiento como gobierno caduco, trasnochado y, de propina, sin las gafas de pasta megaguais que, sin necesitarlas, le han calzado los gurús del marketing al candidato de EH Bildu, un tipo que, por lo demás, desde que fue entronizado por el dedo arnaldiano ha mostrado una altura intelectual y política manifiestamente mejorable. Sonríe muy bien, tiene cierta labia (siempre respetando el libreto) pero, como le metan en honduras, naufraga. Desde mi casa hemos propuesto un cara a cara con Pradales. Nos lo han negado. Lo mismo que la entrevista. Sintomático.