No me gusta ninguno de los dos. Uno es un charlatán grosero que divide al género humano entre ganadores y perdedores. Él, obviamente, se considera del grupo de los primeros. Creció como un producto televisivo de consumo fácil, y cree que el mundo es un plató donde puede dar rienda suelta a su extravagante narcisismo y presumir de su fortuna corleónica.

El otro, cuyo desempeño en la política ha sido mediocre, no suscita grandes pasiones, más bien al contrario. Lo que es peor, nadie espera un mejoramiento notable en su tarea futura, si es que tuviera una segunda oportunidad. Su débil papel frente a Israel en una de las mayores atrocidades de este siglo le pasará factura. A priori, parece el menos calamitoso.

En noviembre tienen cita para disputar la presidencia de los Estados Unidos. El desafío está servido. No es una lucha homérica, es una lucha de dos hombres ordinarios; más de lo que cabría esperar para un puesto de tal relevancia. Les hablo, como ya habrán adivinado, de Joe Biden y Donald Trump, aspirantes al sillón de la Casa Blanca. Los dos tienen experiencia en ese cargo. Y se acusan mutuamente de haber sido los peores presidentes del país. Se les podría creer sin hacer grandes alardes de fe.

No tengo, sin embargo, una posición equidistante. Observo el semblante de Donald Trump con su boca trufada de amenazas y su gestualidad delirante como la de un Mussolini, alto y rubio, y me entran ganas de encomendarme al cielo, aún a sabiendas de que no me hará caso.

No cabe esperar de ninguno de ellos que pongan en cuestión el capitalismo, pero si vamos a los derechos sociales, la sanidad o la educación veremos que los programas de uno y otro difieren un razonable trecho.

Los votantes republicanos siguen fieles a su candidato a pesar de estar imputado por 91 delitos en cuatro causas penales. Además, está también su inculpación en la investigación sobre el asalto al Capitolio en enero de 2021, con el que trató de alterar el orden constitucional.

Todo eso puede importar poco a los casi 75 millones de ciudadanos americanos que le votaron en el pasado. Si profundizamos un poco en la sociedad americana vemos que el sueño americano es el de la pesadilla por hacer dinero. La riqueza es el objetivo, independientemente de cómo se haya adquirido. La constante presencia de la publicidad, la comercialización de cualquier aspecto de la vida y un consumismo exacerbado canalizan ese camino que a menudo desemboca en este dilema: “ser un triunfador o un perdedor”. Una cultura que adora a los ganadores tiene por fuerza que rechazar a los perdedores.

Trump utiliza este discurso porque lo conoce bien y cree en él, como lo hacen millones de ciudadanos estadounidenses. Una gran parte de ellos, gente humilde con poca formación, incluso emigrantes de las últimas generaciones apoyan las ideas de su líder. No es muy diferente a lo que está pasando en estos últimos años en el Reino Unido, o en nuestro mismo entorno.

Puede que los republicanos de siempre votarán a Trump tapándose la nariz. Pero Biden no despierta entusiasmo ni en su propio partido. Muchos le votarán simplemente para quitarse de encima el peligro que supone su adversario.

Biden ha sido una decepción para gran parte del electorado demócrata. El enfado entre sus votantes por la debilidad que ha demostrado con Israel es notable. Ha intentado rectificar en las últimas semanas, pero tampoco ha conseguido hacer mella en la postura del gobierno de Netanyahu. Por contra, su apuesta inequívoca por Ucrania y sus enfrentamientos con China tampoco le han procurado demasiadas simpatías entre sus propias filas.

El control sobre la inmigración irregular es un tema que también escuece entre los votantes del partido demócrata. Para gran parte de sus seguidores ha seguido una política débil, para otros sus políticas en cuanto a la inmigración no son mejores que las de Trump.

El país norteamericano se juega los próximos cuatro años en las próximas elecciones. Elegir entre dos candidatos que no convencen a una gran mayoría parece ser el sino de muchos países. Genera frustración, apatía y resentimiento hacia la propia actividad política. El resultado es el populismo cada vez más presente en nuestras sociedades.

Muchos de los que vinieron con un discurso radical de cambio y recetas mágicas lo único que consiguieron es echar más gasolina al fuego. Tenemos muchos ejemplos. Uno lo vivieron los ciudadanos estadounidenses el 6 de enero de 2021. Se podría repetir. Sería una vuelta a la casilla de salida.

Joe Biden y Donald Trump no son sólo el problema, sino el síntoma de una sociedad dividida, individualista, marginadora de la pobreza que se extiende por gran parte del territorio y donde la búsqueda del bien común parece definitivamente extraviada.

Periodista