Dos veces, dos, se pusieron en pie los asistentes al encuentro anual de Deia con el lehendakari Iñigo Urkullu Renteria en el palacio Euskalduna de Bilbao para prorrumpir en una ovación sin nada que envidiar a las que recibían Maria Callas o Luciano Pavarotti al final de sus actuaciones.
La notable diferencia es que el de Alonsotegi no tiene nada de divo. Al contrario, es un tipo tan normal, tan de andar por casa, que a veces cuesta trabajo caer en la cuenta de que lleva casi doce años siendo la primera autoridad de la demarcación autonómica de Euskal Herria. Y si nunca ha tenido el menor problema en contar las verdades del barquero, menos aun ahora que, como él mismo dijo en la cita de ayer, se sabe en la txanpa final de su mandato. Quien dude de que lo va a exprimir hasta el último minuto, ya sea mediados de abril –la tesis más probable– o el 9 de junio, coincidiendo con la elecciones europeas, es que no lo conoce.
De sus sustanciosas palabras, tanto en la intervención en solitario como en el sabrosón tencontén con mi queridisíma directora, Marta Martín –qué vaporosa sutileza en las preguntas agudas–, me quedo con un par de ideas dignas de ser bordadas en nuestra ropa interior. Una, que quienes prometen lo imposible juegan vilmente con nuestra sociedad. Y dos, que hasta el que reparte las cocacolas (esto es cosecha mía) sabe que padecemos una guarrísima estrategia de extender el malestar para asaltar el poder. Añadamos la crítica al victimismo individualista tontorrón y la afortunada acuñación del término Egositema y obtendremos el retrato a escala de un político brutalmente atípico que, en lugar de cantar las mañanitas a los posibles votantes y prometerles la luna, les detalla crudamente lo que hay: es imposible satisfacer todas las demandas y quien lo haga es un impostor y, añado yo, un malversador de los cacareados recursos públicos.