De estas vacaciones he vuelto constatando que soy una viejoven. Que la generación X a la que pertenecía y en su día era tan guay, se ha quedado obsoletísima. Me lo dijo mi amor con mucho cariño ante mi extrañeza primero, después estupor, al comprobar que era la única (o de las pocas) que en pozas pirenaicas o playas mediterráneas hacía toples. De sólo escribirlo me parece ya una palabra propia de los tiempos del destape, de aquel país todavía mojigato, de las suecas de Paco Martínez Soria o de Pajares y Esteso. A nosotras, que tanto nos costó reivindicar las domingas al aire, aunque fuera en vacaciones. Que creímos ser la generación transgresora en mostrar nuestros pechos con orgullo, fueran como fuesen. Que con tanta turra que nos dieron con las medidas perfectas del tan famoso 90-60-90, demostramos que también son bellas la 80 o la 110. Yo (que después de aquello abracé el nudismo con gusto) me preguntaba por qué había estado tanto tiempo aguantando un trapo mojado en el cuerpo, qué tiene de malo tomar el sol o bañarse en tetas, seas como seas y tengas la edad que tengas. Y, si el escándalo era el tamaño y la turgencia colgandera de mis senos, puestos ya a criticar, ¿por qué esos señores que tan horrorizados me miraban no tapaban sus propias tetazas de cabra, más grandes incluso que las mías? Pues bien, el toples ha pasado a mejor vida. Ahora ya se cubre hasta el pecho de las niñas. Las adolescentes/jóvenes se ponen bañadores como camisetas, combinados con incoherentes tangas que de sólo verlos me pica el pompis. Y apenas quedamos algunas militantes de mi edad. Después de algunos días observando el panorama, mi amor, que en todo se fija, va y me dice “no sé hacia dónde vamos maitia, pero no tiene buena pinta…”, confirmando un poco lo que yo ya me barruntaba. Que el cuerpo femenino hay que esconderlo, salvo para usarlo en lo que a algunos les dé la gana.