Cuando era pequeña me encantaba que llegara el verano… ¡A quién no! Las vacaciones comenzaban a respirarse a partir de junio con la llegada de mi cumple a principios de mes. Y, desde ese día hasta el último de clase, la sensación de toalla, bañador, pueblo, playa y crema solar flotaba en el ambiente. Algunas compañeras se marchaban antes del cole porque sus aitas trabajaban en verano. Y el resto les mirábamos con la envidia infantil que no repara en que ese momento llegaría también para nosotras en un enseguida que nos parecía eterno a esa edad. Eran las fechas de la excursión a Urbasa, de comprar bermudas porque las del año anterior se me habían quedado enanas, de sacar las sandalias granates (¿aguantarían un verano más?), de bañador nuevo, de pasar las mañanas en casa de mi abuela y mi tía porque aita seguía en la oficina hasta San Fermín y ama cerraba el curso escolar a finales de mes. Era el momento de estrenar semanas sin horarios, de leer lo que me diera la gana y de completar los dichosos libros de Vacaciones Santillana. Y también, cuando por fin sonaba el último timbre del curso, era el momento de sentir el extraño y repentino vacío por la despedida de la rutina. La misma sensación que vi en los ojos de mis txikis el día del cierre del curso en la ikas. Corrieron por el parque con esa irrefrenable explosión de júbilo por saberse por fin libres y, al cabo de un rato, las observé sentadas en el banco con el interrogante dibujado en la cara del “y ahora, ¿qué?”. Las transiciones siempre son delicadas. Entre lo que sientes y lo que se supone que deberías sentir suele instalarse un limbo impredecible que te deja un poco fuera de juego. Mientras pensaba en lo mucho que me parezco a ellas, o al revés, me acerqué y les dije: “Maiteak, por fin el tiempo va a ser sólo nuestro. Y eso, aunque ahora no lo entendáis, es un tesoro gigante como Toko-Toko”.
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