Mi madre nos decía que cantáramos para no marearnos. Íbamos los tres hermanos en la parte de atrás del coche, siempre con miedo de marearnos, no solo por las curvas, también por los Ducados que se fumaba mi padre en el eterno camino de Gasteiz a Lekeitio o viceversa. Cantad para no marearos, nos decía, y ponía el casete del Trío Calaveras que tanto le gustaba a mi padre. Y así, nos poníamos a cantar “Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas… ellos me quieren mirar, pero si tú no los dejas…” o “Con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley…”. No recuerdo si ello impedía que nos mareáramos, supongo que nos distraía, pero, eso sí, como consecuencia de aquellos viajes, tengo tatuadas en mi memoria las letras y las melodías de muchas rancheras. También de muchos tangos de Carlos Gardel. No sé si la música es un buen antídoto del mareo, ni si, como dice Manolo García, el que canta su mal espanta, pero algo tengo claro: las personas que llevan música dentro, las que tararean canciones mientras pasean, las que silban una melodía que se les ha quedado pegada en la memoria, o cantan mentalmente mientras se duchan, tienen menos posibilidades de marearse en una vida en la que, con el tiempo, van apareciendo más y más curvas. Vamos, que creo que no apreciamos en su justa medida el potencial de la música para cambiar nuestro estado anímico, para hacernos sentir. Esta semana necesitaba quitarme de encima algunos disgustos y decepciones que se me habían quedado pegados dentro como un chicle en la suela del zapato. Y, de repente, he recordado el consejo de mi madre: cantad para no marearos. Así, llevo unos días recurriendo a todos esos salvavidas que no recordaba que llevaba dentro. Y ha sido empezar cantando “Ese lunar que tienes cielito lindo junto a la boca…” y sentir que se despierta la niña alegre que llevo dentro. Porque llevar canciones dentro es algo parecido a tener siempre una flor en el bolsillo.